HISTORIAS, RECUERDOS Y CURISIDADES
Todos los textos antiguos están transcritos fielmente del original, por lo que se pueden apreciar errores ortográficos.
De momento, como podréis observar, somos muy pocos los que trabajamos en el blog. Me gustaría que fuéramos muchos más. De vosotros depende que esto se llene de contenido y se haga más interesante, gracias por visitarnos.
Jose m Gregorio
EL VALLE
El Valle serpentea paralelo al
ramal que conduce a Valdeperdices y forma parte del lecho por el que discurre el arroyo de El Roble.
Auque el inicio natural de El Valle
sea la intersección de la carretera de El Campillo con el ramal de Valdeperdices, para nosotros comprende desde la laguna de la punta arriba
el Valle hasta la laguna de Tesorredondo.
De laguna a laguna, no podía ser
de otro modo si, como ya dije, por él discurre el arroyo de El Roble que recoge
todas las aguas que caen al sur del pueblo formando las dos lagunas
mencionadas. Está flanqueado por las tapias de piedra que delimitan los
huertos, formando así una especie de canal.
Además del arroyo que discurre
por la superficie, de todos es conocida la rica corriente subterránea que abastece a los innumerables pozos que riegan
los huertos y que, hasta que se comenzó a tomar el agua del embalse, surtía
también de agua corriente al pueblo.
El arroyo del Roble, en el pueblo conocido como El Regato,antaño se
precipitaba a su antojo y, al llegar al pueblo, formaba chapatales y charcos
que duraban todo el año, como El Chapazal donde los parros de la Tía Arsela
campaban a sus anchas retozando entre los juncos; había también siempre algunos
burros que pastaban allí. Más abajo,
donde ahora está el Frontón y el Chupón, el agua se estancaba formando charcos
que se helaban en invierno y se
convertían en excelentes pistas de patinaje
para deleite de los niños. Estos mismos charcos, en primavera, recibían la
visita de peces pequeños, sardas, que subían cauce arriba desde el embalse.
Hoy, domesticado, apenas corre el
agua si no es por alguna riada aislada o primavera lluviosa.
Pero volvamos al Valle.
Hoy, cuando tomamos el empalme
que nos lleva a Valdeperdices por el
estrecho y serpenteante ramal, a nuestra derecha, nos acompaña mudo y desangelado El Valle. Esto no siempre ha sido así, pues
antaño tenía un protagonismo importante en la vida del pueblo.
Al formar parte de los comunes,
su abundante hierba era aprovechada por todos cuando llegaba San Isidro y se
abría al pasto. Era entonces cuando adquiría
vida propia. Todas las tardes de domingo y festivos, una riada de animales de
todas las clases, lo inundaban: burras, mulas, vacas, chotos, bueyes… y, para
cuidar que se limitaran al pasto del Valle y no a los sembrados, los dueños
acudían al Valle dando pie a la formación de numerosos grupos de amenas tertulias.
Muy a menudo, bien por el fragor
de las tertulias, bien por la vista gorda del dueño, que de todo había, algún
animal díscolo se pegaba un atracón de los ricos frutos de los sembrados colindantes, variando así su monótona dieta
herbívora. Cuando esto ocurría, alguien daba un grito al dueño que, diligente unas
veces y más remolón otras, zanjaba el asunto con un silbido o un buen palo en los
lomos de los animales más reticentes.
Los niños, aprovechando el
jolgorio, acudíamos en masa para jugar a los diverso juegos que, en el mullido
colchón de la hierba, se nos antojaban muy divertidos: El Escorrecinto, juego un poco bruto pues consistía en azotar con un
látigo de juncos, la Lucha a buenas,
algo similar al judo pero sin reglas, en el que ganaba el que más maña tenía o el que más matrero era, la Tula, el Dola....etc
Y, así, envueltas en mugidos,
rebuznos, silbidos y griterío de mayores
y pequeños, transcurrían aquellas tardes en que El Valle cobraba vida propia.
Jose m Gregorio
CUANDO LA ESCUELA SE CONVIRTIÓ EN UN LAGO
SALADO.
El maestro llevaba
unos días mosqueado. Parecía que todos los niños tuviesen incontinencia
urinaria. Cada cierto tiempo, un niño levantaba la mano: “¿Da su permiso?”. El
maestro daba su consentimiento y el niño salía. Al poco tiempo, otra mano: “¿Da su permiso?” y el niño salía.
Y así un día, otro día… hasta que el maestro, harto de tanta incontinencia,
tiró por la calle de en medio y cortó las salidas de raíz.
Los niños se
retorcían, cruzaban las piernas… Aguantaban …; pero el frío de la mañana y la leche del desayuno, conspiraban contra ellos. Y un día, hartos de pagar justos por
pecadores, todos: unos convencidos, otros quizás coaccionados y algunos por imitación, liberaron sus vejigas de la carga que las
oprimía contribuyendo cada cual en la medida de sus posibilidades Y aquella escuela fría se fue
inundando de líquido amarillento y
templado. Y un vapor zigzagueante ascendió por los pupitres de madera.
Al principio, el
maestro, concentrado en la pizarra mientras
escribía con su magnífica caligrafía la Consigna diaria no se percató de nada. Cuando terminó la
tarea se giró y vio aquel espectáculo humeante, montó en una cólera inusitada; pero esta vez no tenía en quién descargarla
personalmente. No podía pelar un par de patillas como escarmiento porque la
infracción había sido cometida por la práctica totalidad de los niños y tuvo que
conformarse con aplicar castigos colectivos.
Todo terminó con muchas
broncas, alguna que otra vardiasca marcada en las nalgas y todas las madres
armadas de fregonas y cubos para restaurar la escuela a su estado higiénico
habitual.
Esta fue la primera
vez que asistí a una reivindicación colectiva. Fue a finales de los años
sesenta.
José m Gregorio
La
carta
Mi padre me dio un sobrecito a mi
nombre y de inmediato reconocí aquella letra hermosa y de trazos regulares. Era
la de doña María. Sentí una profunda emoción al abrirlo porque la maestra se
había ido del pueblo por enfermedad y desde el principio me había temido lo
peor.
En una tarjeta de visita, si no
recuerdo mal, me saludaba, me deseaba un buen futuro y me aconsejaba que
obedeciera a mis padres y fuera una buena chica. El texto en sí no era nada del
otro jueves. Tampoco me sentía especial para ella puesto que mi hermana y todas
las demás alumnas también habían recibido sus sobrecitos. Y, sin embargo,
aquello me conmocionó. Mi nombre en un lado, el de doña María en el otro, y
aquel regalo había llegado de lo que yo consideraba muy muy lejos, casi desde
el fin del mundo, y eso que allí no me conocían ni nada.
Lo llevaba conmigo a todas partes:
unas veces lo guardaba entre las páginas de la enciclopedia, otras lo metía
directamente en el cabás, otras lo colocaba en la caja de la colación junto a
todos mis tesoros. Y cada nada sacaba la tarjetita, la leía por enésima vez,
volvía a introducirla y me quedaba extasiada contemplando la dirección.
Me preguntaba a mí misma cómo
habrían podido traérmelo si donde ella vivía no sabían quién era yo. Y empecé a
imaginar que se había formado una larguísima cadena de personas desconocidas.
Doña María le había preguntado a uno: “¿Tú conoces a Luisica?” Y como él no me
conocía le contestó: “Yo no, pero a lo mejor fulanito sí la conoce, voy a
preguntárselo”. Y ese se lo preguntó a otro que tampoco me conocía. Y ese otro
se lo preguntó a otro. Y así hasta que uno se lo preguntó a mi padre. ¿Cuántos
serían?, ¿cien?, ¿doscientos?, ¿quinientos?, ¿mil?
Empecé a amar, entonces, el prodigio
de la comunicación a distancia y el cartero siguió siendo para mí el último
eslabón de aquella larga, mágica y maravillosa cadena de desconocidos que
preguntaban por los nombres escritos en los sobres.
¿Alguien recuerda haber recibido
aquella cartita?, ¿alguien la conserva?
Luisa
Román Rodrigo
Bragas
Cuando llegó doña María al pueblo,
las niñas no usaban bragas. No las habían usado nunca antes. Fue ella la que
obligó a las madres a comprárselas. ¡Qué impúdico debió de parecerle
Valdeperdices a la maestra! Vería a aquellas niñas jugando a los cuarterones,
saltando a la comba, corriendo... Una salvaje e inocente desnudez íntima cuando
se les levantaban, en los juegos, el vestidico y el refajo... “Con tol serete
al aire”, como se dice aquí.
Luisa
Román Rodrigo
Sed
de belleza
En nuestro pueblo antes de la
llegada de doña María no se cultivaban plantas ornamentales. A alguna anciana
le oí que una vez en la que visitó otro pueblo se le representó que era el
Paraíso Terrenal del que hablaba la Historia Sagrada porque junto a la fachada
de una casa vio un par de geranios y dos rosales en flor.
El tiempo, las fuerzas y el poco
dinero se empleaban en Valdeperdices, si acaso, en cultivar plantas
comestibles. La estética era un lujo que muy pocos se permitían. De modo que
solo en algún huerto se veía un rosal y en alguna ventana dos o tres macetas de
geranios.
La escuela femenina la convirtió
doña María en un pequeño oasis en medio de aquel desierto estético. Dentro,
junto a los ventanales crecían geranios y begonias y de todas las paredes
colgaban pequeños judíos. En el exterior, puso alhelíes, malvas reales,
violetas, pensamientos...
Recuerdo que las alumnas utilizaban
una gran pota (la que servía también para mezclar con agua la leche en polvo)
para subir, entre dos, el agua de riego desde la fuente.
Las formas, los colores, los olores
y los sonidos de aquel humilde jardín escolar me acompañarán mientras conserve
la memoria. Recuerdo el zumbido de abejas y abejorros polinizando las flores;
el amarillo vivo, de una intensidad casi hiriente, de algún pensamiento; la
penetrante y fortísima fragancia de los alhelíes; el suave y delicado aroma de
las violetas de la esquina...
Aquella naturaleza vegetal
domesticada agudizó en mí la sed de belleza. No me la despertó, pues desde
antes de asistir a la escuela ya hacía colección de formas que consideraba
bellas. Durante dos años, en una caja de zapatos había guardado trozos de
piedras, ramas, conchas... cualquier cosa que me pareciese bonita. Aunque
aquello que más me gustaba no se había dejado apresar. Hubiera dado mucho por
poder llevarme en la caja las telarañas cubiertas de gotitas de rocío que
parecían collares de perlas. Lo intenté más de una vez. Hasta que comprendí que
en ocasiones lo bello puede ser tan frágil que no debe tocarse, pues al mínimo
contacto se destruye.
El jardín de la escuela agudizó en
mí aquella sed porque descubrí que el ser humano podía crear formas armónicas
por sí mismo. Antes había disfrutado de las simetrías perfectas en las hojas de
las plantas, o de los maravillosos colores del campo en primavera, o de la
blancura cincelada del cenceño sobre un árbol... Pero el orden en el jardín lo
había creado doña María, de manera que yo algún día también podría hacerlo.
COSTUMBRES Y CREENCIAS
CURIOSAS EN VALDEPERDICES:
1. Creían que el torzón de las mulas
se quitaba si un mielgo le pasaba la mano por el lomo. Bastaba también con
pasarle una prenda del mielgo.
2. A las mujeres paridas se les daba
el agua “herrada”. En ella se había metido un hierro candente.
3. A la vaca empachada se le hacía
tragar un pardal untado en aceite, con plumas, vivo.
4. Creían que si el 1º de agosto se
levantaba una piedra y había rocío era señal de buena sementera.
5. Creían que había brujas y que se
metían en los gatos.
6. Los manteos que llevaban las
mujeres a diario eran rojos, verdes, negros y azules. Los amarillos solo los
ponían en carnavales.
7. Cuando un hombre estaba de luto se
cubría con la capa. La mujer lo hacía con el mantón.
8. Cuando doblaban las campanas
porque había fallecido alguien, si daban dos esposas era una mujer y si daban
tres un hombre.
Luisa
Román Rodrigo
VESTIDOS DE PAPEL
Nos hizo Tomasa un vestido de
sevillana a cada una de las chicas de mi edad con papel de los sacos del
pienso. Vestidas con ellos, una tarde nos subimos a un “escenario” a cantar,
con un imaginario micrófono en la mano, como si fuéramos folklóricas con bata
de cola.
Aquel día fue uno de los más felices
de mi infancia y puesto que en aquella época cualquier disfrute, hasta el más
inocente, lo considerábamos pecaminoso me parece recordar que todas acabamos
confesando ante don Tarsicio el delito de habernos puesto bujacas por tetas.
Alegría, diversión, risas,
canciones, juego, disfraz, teatro... Desde entonces consideré a Tomasa un hada
madrina capaz de transformar la realidad más miserable con su varita mágica. La
admiré por la maña con la que había cortado y cosido los vestidos, pero no solo
por eso. De repente nos había convertido en protagonistas de un sueño hermoso y
se lo agradecí en el alma. Por aquello, a mis ojos pasó a ser una artista como
la copa de un pino. Con su creación había suspendido el tiempo cotidiano, tan
prosaico y estrecho, y nos había lanzado a otra dimensión en la que también
nosotras podíamos imaginarnos princesas.
¿Quiénes recordáis haber estado
allí? ¿Dónde estaba el escenario? ¿En qué año sucedió? ¿Qué canciones
cantábamos?
Luisa
Román Rodrigo
ALGUNOS DATOS CURIOSOS DE 1914, 1920, 1921...
En 1914 murió en Valdeperdices una
niña de cuatro años. En la partida de defunción el cura dio como causa:
“congestión cerebral”. Pregunté a mi tía
Eloísa si sabía qué le había pasado. Mi tía había oído contar que la habían
mandado con la comida, se había caído de la burra, había vuelto a casa diciendo
que le dolía mucho la cabeza, se había metido en la cama y al poco rato había
fallecido. En Valdeperdices a los niños hasta mediados del XX se les
encomendaban tareas desde los tres y cuatro años.
Don Santiago Sastre en el tercer
libro de bautizados anotó:
“El dia 21 Dominica de Pasion de
este año de 1920 vinó el Padre misionero Fray Francisco de la Fuente del
Corazón de María á dar misiones que se recibió con Cruz y procesion y casi todo
el vecindario comenzando la misión a las 6 de la tarde y luego el sermon á las
ocho de la noche. El dia 25 se hizo la procesion llevando los niños y niñas
todos banderas hasta unas 80 á 90 – honrando asi y con canticos los mozos y
mozas de la mision á la Samª Virgen qe. lo presenció todo el vecindario, como
tambien varias personas de Almendra y Palacios, esplicando luego las Ceremonias
del Santo Bautismo y se terminó la mision el dia 27 con la despedida del Padre
que regresó a Zamora acompañado del Párroco que suscribe. 28 de Marzo de 1920.
Santiago Sastre”.
El año 1921 fue muy seco y D.
Santiago Sastre anotó lo siguiente:
“El día 30 de abril comencé las
Novenas á N. S. de la Asunción pª impetrar el beneficio del agua por la
pertinaz sequia, á ruegos de personas devotas, haciendose la Rogativa y la
funcion hoy sabado 7 de Mayo por acuerdo del vecindario y despues de la misa
solemne salio la Santa Virgen y S. Jose yendo por Tras la cuesta y los Tesicos
á la punta arriba del Valle y todo él abajo qe. al salir luego cayeron unas
gotas de Agua y siguió mucho Aire; pero a la 1 ½ comenzó ya de nuevo á llover y
siguió lloviendo hasta las 6 ½ de la tarde con gran contento de los fieles- y
sobre todo al salir de la Novena y esta se termina mañana Domingo 8 de Mayo de
1921. El párroco Santiago Sastre”.
Un Valdeperdiceño fue a pedir
prestado un saco de trigo a un hombre de Almendra. Por el camino iba pensando
que no se lo prestaría y que estaba perdiendo el tiempo. Pasada la raya, se
arrepintió, dio media vuelta y regresó a Valdeperdices con las manos vacías.
Cuando llegó a casa pensó que se le morirían los hijos de hambre y que tenía
que intentarlo. Después de todo, el “no” ya lo tenía si no iba a pedirlo. Se
armó de valor y marchó otra vez a Almendra. Lo recibió la mujer, con bastante amabilidad. Le prestaron
el saco de trigo y le dijeron que si necesitaba otro que volviera, que a los
hijos había que alimentarlos. Poco tiempo después, en 1924, aquel hombre se
suicidaría. Se tiró a un pozo envuelto en una capa. Tenía 52 años. Contaban que
era masón, que le habían mandado matar a alguien y había preferido su propia
muerte. ¿Habría más masones en Almendra? ¿En Valdeperdices habría alguno?
Luisa
Román Rodrigo
LA INFANCIA EN VALDEPERDICES
La historiadora y académica Carmen
Iglesias, en un artículo dedicado al respeto a la infancia en la cultura
occidental, publicado en “El Mundo”, afirma que la sensibilización respecto a
la dignidad del niño es bastante reciente en la Historia.
Según Carmen Iglesias, a finales del
siglo XVII nace lo que se ha denominado “individualismo afectivo” y la
Ilustración extiende la creencia de que hay que procurar la felicidad en esta
vida. Surge, entonces, el amor familiar como paradigma: entre esposos, amantes,
padres e hijos, hermanos… Hasta esa época el matrimonio era un producto de
intercambio o contrato entre familias y grupos con finalidades sociales,
económicas y mentales muy diversas. El posible amor o afecto de los contrayentes
nada tenía que ver. Además, la gran mortalidad infantil en los primeros años de
vida hacía que se considerase a los niños intercambiables o sustituibles unos
por otros. La sensibilización respecto a la dignidad del niño como persona
singular e insustituible surgió en ciertos círculos restringidos cultos de
finales del XVII, especialmente en Inglaterra y EEUU, y de ahí fue
extendiéndose con la Ilustración por determinadas elites europeas de Francia,
Italia, España y Centroeuropa para ir penetrando en distintos estratos sociales
a lo largo del XIX y del XX. No fue un proceso homogéneo sino muy complejo y
singular según países, regiones y épocas. La extensión de la “civilidad”
ilustrada, el desarrollo de la higiene y los avances médicos provocaron cambios
muy importantes respecto a la infancia. Los adultos ya no tenían la necesidad
de resignarse y distanciarse emocionalmente frente a la galopante desaparición
de los niños en los primeros años de vida. Los niños, en la medida en que
podían sobrevivir mejor, dejaban de ser intercambiables.
La provincia de Zamora,
especialmente en algunas zonas más atrasadas, recibió esas nuevas ideas de
libertad a la hora de elegir pareja y de sensibilización ante la infancia con
bastante retraso. Era una sociedad eminentemente rural, conservadora y cerrada
que aceptaba con dificultad novedades y cambios. Nuestro pueblo no fue una
excepción aunque no fuera de los más atrasados por su cercanía a la ciudad.
Respecto a la infancia la pescadilla se mordía la cola. Durante el siglo XIX y
la primera mitad del XX las condiciones higiénicas, los cuidados médicos y la
nutrición en Valdeperdices eran muy deficientes y muchos niños no pasaban del
año y medio o los dos años. Las madres, para poder soportar el dolor de tanta
pérdida, se distanciaban de ellos y esa distancia emocional les impedía darles
el afecto necesario y cuidarlos convenientemente. Además, los llevaban de bebés
con ellas al campo en verano –con unas temperaturas muy elevadas–, hambrientos,
desnutridos, enfermos, sucios… En invierno los traían medio desnudos. Y a los
cuatro años ya les mandaban tareas, tanto en casa como en el campo.
Se ahogaron al menos tres niños en
la fuente del pueblo. Puede que fueran más porque en bastantes partidas de
defunción no se da la causa. Cabría preguntarse por qué las autoridades no
arreglaron la fuente municipal inmediatamente después del primer accidente. Una
de las razones sería la falta de dinero. Y cuando lo hubiera sería tan poco que
se emplearía en algo más necesario. Después de todo, no iban a considerar una
prioridad proteger la vida de los niños si podían morir de cualquier cosa en
cualquier momento. Los traumatismos craneales de los niños a los cuatro y cinco
años, porque estaban realizando tareas agrícolas a esa temprana edad, también
pueden horrorizar a una mentalidad moderna. Se caían de la burra, los
atropellaba el carro... Los padres, que encomendaban tales tareas a sus
hijos, hacían lo que podían y lo mejor
que sabían en el mundo que habían heredado. La mano de obra infantil era
necesaria.
Las generaciones de los nacidos en
Valdeperdices en las décadas de 1900
a 1930 hicieron un esfuerzo enorme de modernización.
Quisieron un futuro mejor para sus hijos y se dejaron la piel para conseguirlo.
Su empeño fue dejarles en herencia otro mundo menos mísero.
Hasta un determinado momento, en
Valdeperdices nada más habían estudiado, gratis, los que habían ido al
seminario para curas y las muchachas que se habían metido monjas. La familia
podía considerar un honor tener un hijo cura o una hija monja o tomarse el
asunto de un modo cínico: enviaban a los hijos a estudiar a costa de la Iglesia
para que hicieran la carrera y cuando les quedara un año para cantar misa o
hacer los votos dijeran que no tenían vocación y se volvieran al pueblo.
La idea de dar estudios a los hijos
sin que mediara la Iglesia fue revolucionaria en la medida en que no solamente
se perdía la mano de obra gratuita para trabajar en el campo sino que, encima,
exigía un esfuerzo de inversión para el futuro a largo plazo que la economía
familiar, de subsistencia, no podía permitirse más que haciendo verdaderos
sacrificios de renuncia casi a todo.
Los nacidos en las primeras décadas
del XX fueron los primeros realmente alfabetizados en el pueblo. De los
anteriores la mayor parte no aprendió a leer ni escribir. Y tuvieron mérito
esos primeros alfabetizados puesto que se atrevieron a soñar, desde el agujero
negro en el que habían crecido, con un
futuro mejor para sus descendientes, desafiando los privilegios de sus padres
del Antiguo Régimen y enfrentándose a su concepción del mundo, la vida, las
relaciones… Fueron niños explotados y se inventaron a sí mismos como padres
–sin verdaderos modelos válidos– que hicieron lo que pudieron y supieron por
cuidar y respetar a sus hijos desde algo parecido al amor familiar que ellos no
habían conocido. El enorme esfuerzo de modernización de esas generaciones daría
sus frutos porque de 1950 en adelante bastantes valdeperdiceños pudieron
estudiar, hacer una carrera y tener una vida infinitamente mejor que la de sus
padres.
El respeto a la infancia llegó
bastante tarde a Valdeperdices. Una de las razones de ese retraso seguramente
fue que no hubo escuela hasta el XX. Aunque influirían más otros factores como
la falta de higiene, la desnutrición, la ausencia de cuidados médicos, la
pobreza... Cuando la mortalidad infantil fue muy elevada, los niños no eran
respetados, no se les reconocían los mismos derechos que a las demás personas.
Las únicas personas de pleno derecho eran las adultas. Ocurrió así en todo
Occidente hasta el siglo XVIII. La sensibilización ante la dignidad de la
infancia fue extendiéndose a medida que la cultura llegaba a más capas de la
población y a Valdeperdices la cultura tardó en llegar. A los primeros valdeperdiceños
que aprendieron a leer y escribir les enseñó el cura. Después los padres de los
niños contratarían a Pedro Terrón. Ese hecho resulta significativo por dos
razones: la primera, porque con la pobreza que reinaba entonces en
Valdeperdices pagar a alguien para que enseñara a los niños era un salto
cualitativo y la segunda porque nuestro pueblo estaba abandonado de la mano de
Dios. Pedirían maestro y escuela pero tardaron en atender sus peticiones.
Nuestros antepasados hicieron lo que pudieron teniendo en cuenta las
circunstancias, poco buenas, que les habían tocado en suerte.
Luisa
Román Rodrigo
EL VETIJO
Yo no he visto ninguno,
pero es un artilugio interesante. Lo escribo con “v” porque me suena a veto o
vedal, pero ni de eso estoy seguro, y era muy usado en el pueblo hasta los años
60 ó 70. Consistía en un palito de un tamaño parecido al de un dedo meñique de
la mano y tenía atada una cueda de unos 40 cm . de larga a cada extremo.
¿Qué para qué servía un
invento tan sencillo? Aquí está lo curioso: servía para que los corderos
pudieran comer pero no pudieran mamar. Sencillamente fantástico.
El vetijo se colocaba
dentro de la boca del cordero ––como si fuera el bocado de un caballo–– y se
sujetaba con las cuerdas a su cuello para que no se cayera. Cuando el cordero
iba al campo podía pastar tranquilamente, pero no podía aprovechar la cómoda
leche materna que estaba destinada al preciado queso.
Yo,
siempre que oigo algún caso de corrupción en política (y ahora es cada
día), me acuerdo del vetijo. A cada político deberíamos ponerle uno; eso le
permitiría comer, pero no podrían “mamar”.
Pedro Berrocal, marzo de 2012.
LUCIANO BERROCAL MARTÍN, UN VALDEPERDICEÑO ILUSTRE.
Alguna vez he oído lamentos en el sentido de que en el pueblo no ha habido ninguna persona que haya destacado en algún ámbito relevante de la vida. Supongo que se referirían a deportistas, científicos, artistas, etc.
Yo, en principio, no estoy nada de acuerdo con la queja, ya que no hace falta ser famoso para ser importante. ¿O quizás no es importante sacar adelante sin recursos un montón de hijos, como lo hicieron nuestros padres y abuelos? En cada familia y en cada casa hay muchos héroes, aunque su labor no sea muy conocida.
Aclarado esto, sí quiero dar a conocer la labor de un paisano que ha trascendido a nivel internacional: se trata de Luciano, nacido y criado en el pueblo hasta marchar de joven a los curas. Sus padres, Luciano y María, se fueron a vivir a Fresno de la Ribera y allí sigue parte de la familia. Aunque sus apellidos coinciden exactamente con los míos, mi parentesco con él ya es de primos en tercera generación. Los familiares más cercanos del pueblo son sus tíos Juanito y Primitiva; de primos carnales, un montón: Pipe,Aurelia, Ramón, Ildefonso, Esperanza, Virgilio, Santiago, Jaime, Domitila y todos los hermanos de estos que viven fuera.
Luciano Berrocal Martín es, entre otras cosas, Doctor en Sociología y Licenciado en Ciencias Económicas. Según mis informaciones ha sido profesor en la Universidad de Oxford y catedrático en la de Lovaina (Bélgica) y da conferencias y másteres por todo el mundo. En internet podéis encontrar muchas referencias suyas y algún vídeo.
Desconozco si ha tenido mucha relación con Valdeperdices o sus familiares. Yo solo lo recuerdo el día que cantó misa en la iglesia del pueblo ––fue salesiano por algún tiempo–– alrededor del año 69. A la puerta de la Sra. Primitiva hicieron, como homenaje, un arco con ramas de pino porque salió de allí hacia la iglesia y vino mucha gente de fuera.
Aquel día invitó a la familia a comer al restaurante España de Zamora (yo fui porque me pasaron “las veces” mis abuelos Emilio y Amanda como nieto de mayor edad), nos llevaron en autocar y comimos nuestros primeros langostinos.
Creo que Luciano, si lee esto, nos hará una visita algún día. Muchos se lo agradeceríamos en memoria de lo que es su lugar de origen.
Pedro Berrocal Martín, marzo 2012.
UN TROCITO
DE AMÉRICA EN EL SALÓN DE SANTIAGO
Hay canciones que marcan toda una vida. Las hay que para mal, pero éste
no es mi caso. Entre los años 1961 y 64 ––yo tenía entre 4 y 7 años–– la única
diversión semanal ocurría entre las 7 y las 11 de la noche de los festivos en
el salón del Sr. Santiago y de la Sra. Balbina , allí frente a la iglesia. Los primeros en llegar al salón éramos los
niños y niñas que aprovechábamos el espacio vacío para correr; después llegaban
las primeras mozas que bailaban entre ellas y, más tarde, los mozos y la gente
mayor. Los hombres casados solían subir a la primera planta a echar la partida,
mientras las mujeres se sentaban alrededor del salón para no perder descarte de
todo lo que sucedía.
Todo aquel ambiente estaba amenizado por un tocadiscos de un solo
altavoz que sonaba de maravilla y que era la envidia de los pueblos vecinos.
Sonaban los éxitos de la copla de aquellos años, donde el rey era Manolo
Escobar, y algún otro ritmo más
desenfadado. Pues bien, dentro de esa monotonía musical, de vez en cuando
sonaba una canción totalmente diferente: era un tema instrumental donde el
protagonismo lo llevaba una guitarra eléctrica con mucho eco. Yo, al oírla,
dejaba de jugar a la tula (ocasionando el lógico cabreo de los otros niños) y
me paraba a escucharla extasiado.
Aquella melodía siempre permaneció en mi memoria y cuando me hice mayor
decidí buscarla para volverla a oír. Por supuesto no sabía ni el título ni el
intérprete y la cosa no estaba fácil. Tarareé la canción en tiendas de música
especializadas, pregunté en programas de radio, sofoqué a profesores de
guitarra, pero nada. Después de casi 30 años de búsqueda intermitente, hace
unos días llegó la solución: se trata de una canción de Bobby Darin titulada “Come
September” que es el tema principal de la película de 1961 del mismo título
protagonizada por Rock Hudson y Gina Lollobrigida. En España se tituló “Cuando
llegue septiembre” y el disco que sonaba en Valdeperdices era probablemente una
versión de Billy Vaughn.
Espero que a muchos de los que tenéis mi edad (o un poco mayores) os
haga tanta ilusión como a mí volverla a escuchar. A los más jóvenes os pido que
se la pongáis a vuestros padres. Es un trocito de nuestra niñez.
Para escucharla poned en google: Billy Vaughn
come september you tube .También podéis llegar por Bobby Darin y se puede
ver la película.
Pedro Berrocal, febrero 2012.
SAN PEDRO DE LA NAVE.
Cielo de tantos mares, aguas embalsadas que por tus piedras colocadas mano a mano, depositaste en mis genes, tu espíritu castellano. Alma máter que con tus hermanos compartiste el ansia desmesurada de intempestivas batallas, labraste surcos en tus brazos agrietados. Heridas que sanaste con sal, guerras que libraste sin deseos belicistas, armas que nunca empuñaste con dos manos.
Son en definitiva tus señas de identidad, tus fuentes “inesgotables” de humildad. Regatos que sin márgenes fluyen entre mares des-olados.
árboles que sin hojas alegres cantan ritmos ancestrales. Hijos todos nos, de ocres y de sienas, de tierra sombra tostada, rojo bermellón, verde vejiga, azul celeste, azul prusia, somos todos nos, adobes deslizados bajo pies encarnados y boinas prietas.
Tiñeron tu manto de azul, vistieron de sangre tus valles, cuevas de trabajos inmemoriales, memorias que sin duda se hacen ajenas.
Dani Berrocal
EL INSULTO MACHISTA POR ANTONOMASIA
Aquella valdeperdiceña vivió ochenta y seis años y nueve meses, de los cuales pasó algo menos de dos décadas como soltera, un poco más de tres como casada y tres y media como viuda.
A los diecisiete quedó embarazada de soltera y en diciembre de 1865, ya con dieciocho, dio a luz a una niña a la que su novio, un mozo que le sacaba doce años, reconoció como suya y le dio el apellido. Siete meses más tarde la madre y el padre contrajeron matrimonio y la criatura fue legitimada. Después, hasta 1882, tendrían otros seis hijos más.
En 1898 falleció el marido de una
fiebre tifoidea y aunque aquel hombre dejara, por fin, de escupirle a la cara
el asqueroso insulto que le había estado repitiendo hasta la saciedad durante
los treinta y dos años de matrimonio, a ella aún seguiría martilleándole en la
cabeza durante los treinta y cinco de viudedad que le restarían hasta su
muerte. “Puta, puta, más que puta -le decía-, que lo mismo que te dejastes de
mí te bieras dejao de otros”.
Y a todas sus descendientes, cuando
aún estaban solteras, aquella anciana –que pasó sesenta y siete años de los
ochenta y seis de su vida aguantando la humillación de que aquel hombre que
había sido su marido y padre de sus hijos, la insultara así— les aconsejaba una
y otra vez: “No os dejéis, hijas, no os dejéis, que luego los maridos, los
desagradecidos, os atracarán de putas tola vida”.
Luisa
Román Rodrigo
Como ejemplo de antepasados de Valdeperdices, os presentamos aquí el árbol genealógico de dos mujeres que, aunque diferentes de carácter y forma de actuar, las dos compartieron una época de necesidades y penurias propias de la España de entonces: Manuela la "Pepinilla" y la abuela "Teresiña". Como podréis observar, mucha gente de Valdeperdices descendemos de estas dos mujeres.
Los datos han sido recabados en los libros sobre Valdeperdices del Archivo Diocesano por Luisa Román. Agradecemos su trabajo y su diposición a compartirlo con todos nosotros
La pusieron Manuela aunque, al parecer, cuando
en Valdeperdices y alrededores se hablaba de ella, y debía de hablarse mucho,
todos usaban el apodo, la
Pepinilla. Nació en 1839 y vivió sesenta y dos años. Todavía
hoy en la memoria colectiva del pueblo se conserva el recuerdo, transmitido de
padres a hijos, del fortísimo carácter de aquella mujer rica, avara, asmática,
dura y resistente como las rocas. Su recuerdo ha perdurado hasta el presente a
pesar de que ya hace unos cuantos años que fallecieron los últimos ancianos que
la conocieron en vida.
LA HERENCIA
Cuando nació la Pepinilla (Manuela
Sastre Martín) habían pasado solamente tres años desde la desamortización, los
valdeperdiceños habían dejado de pagar los diezmos a "los Benitos" de
Zamora y el término lo había comprado el Señor de Villachica. Pero lo que podía
haber representado para aquellos campesinos una liberación, al quitarles por
fin el yugo con el que llevaban siglos uncidos como bueyes arando las tierras
del señorío eclesiástico, supuso bien poco porque siguieron viviendo en unas
casas y una tierra que no les pertenecían. Cambiaron los dueños y el nombre de
los pagos: antes daban diezmos y primicias a la Iglesia y a partir de 1836
rentas al Señor de Villachica. Eso fue todo.
En este pueblo zamorano, incluso a pesar de su
cercanía a la ciudad, la
Historia casi siempre pasó de largo. Y es que en las ciénagas
de miseria apenas se vive pues hay que dedicar las veinticuatro horas del día a
sobrevivir. En algunas, el tiempo avanza con una tremenda dificultad; incluso
parece detenerse, estancarse y oler a podrido. Valdeperdices hasta mediados del
siglo XX no pudo salir del lodazal de la pobreza.
Durante la época que le tocó vivir a la Pepinilla , las mujeres
parían cinco, siete, y hasta diez o más hijos. Eso si vivían lo suficiente. La
mayor parte de esos niños fallecerían antes de los dos años, de manera que aquellas
madres se pasaban buena parte de su vida fértil abonando con los cuerpecillos
tiernos de sus bebés la tierra del cementerio, pariendo estiércol. Llevaban una
vida durísima, pues trabajaban como mulas de sol a sol en la casa y en el campo
mientras se tiraban nueve meses con el vientre abultado y un año con el niño a
las costillas, otros nueve meses de embarazo y otro año con el segundo crío a
la espalda, de nuevo con la barriga nueve meses y el año de cargar al tercero
con el mantón ...y tanto desvelo para que luego el niño no superase el brote de
la dentición o se lo llevaran una gastroenteritis, un sarampión o una gripe.
Así una y otra vez hasta la menopausia, si no morían antes en un mal parto o de
fiebre puerperal en el sobreparto. La mortalidad infantil no se reduciría hasta
la segunda mitad del siglo XX. A finales del XIX y el primer cuarto del XX dos
matrimonios tuvieron catorce y quince hijos respectivamente, de los catorce
prosperaron seis y de los quince nada más llegaron a adultos tres. Y los
hombres tampoco salían bien parados; de hecho, el porcentaje de viudas y viudos
en algunas épocas fue parecido.
Las familias más pobres vivían permanentemente
asomadas a un precipicio al que en cualquier momento podían caer los hijos, o
incluso los progenitores. La mortalidad infantil era altísima, por falta de
higiene, atención y cuidados médicos. Pero si a esos factores se unía el
hambre, las posibilidades de que los niños pasaran de los dos años se reducían
de un modo drástico. A causa de la desnutrición cualquier enfermedad, por leve
que fuera, podía acabar con ellos. Así que heredar lo más posible, dentro de la
escasez reinante, o encontrar un buen partido a la hora de contraer matrimonio
era algo vital. Se trataba de una mera cuestión de supervivencia. Por eso
defendían con uñas y dientes las herencias y enriquecerse en un lugar tan pobre
y atrasado entonces, parecía algo imposible. Que esta mujer lo consiguiera pone
de manifiesto que tuvo que ser inteligente y mostrar una prodigiosa capacidad
de adaptación al medio.
En 1849, cuando la Pepinilla cumple diez
años, en Valdeperdices hay dieciséis casas, de las cuales se hallan ocupadas
catorce, con un total de sesenta habitantes, seguramente la mayoría, si no
todos, analfabetos o casi. No llegará maestro nacional al pueblo hasta
cincuenta y tantos años más tarde. Y hasta entonces solo algunos muchachos que
hicieran de monaguillos y criados para el cura tendrían alguna posibilidad de
aprender a leer y escribir y las cuatro reglas. Esa posibilidad seguramente no
estuvo al alcance de ninguna muchacha hasta que no hubo escuela en el pueblo.
De manera que la Pepinilla
debió de ser analfabeta. Aunque por lo que se dice "sí debía de conocer
los números y con toda seguridad sabía contar".
Los Valdeperdiceños de esa época no salieron del
anonimato, no sobresalieron en nada, no hicieron nada importante por lo que
merecieran ser recordados, no inventaron ni descubrieron nada que cambiara el
curso de la Historia ,
no realizaron ninguna hazaña gloriosa, no innovaron nada, quizás ni siquiera en
las tareas agrícolas. Solo, y no fue poco, ganaron la batalla a la muerte en un
medio hostil, resistieron ante la miseria, el hambre y las enfermedades. Y de entre todos los resistentes destacó la Pepinilla.
Desde el fondo de ese pozo de penuria, escasez,
abandono e ignorancia una mujer logró dar un salto casi imposible y
enriquecerse. Y aunque lo hizo como lo hizo, hay que reconocerle el mérito.
Tuvo que ser muy avispada para jugar a la perfección sus bazas con las
mediocres cartas que le habían tocado en el reparto. Aunque, al parecer, ya sus
padres, y antes sus abuelos, tanto paternos como matemos, le habían preparado
el camino. Los abuelos paternos (Sastre-Pérez) y los matemos (Martín-Castaño),
las dos familias más pudientes del pueblo, decidieron emparentarse por vía
doble casando dos hijos de la primera con dos hijas de la segunda para mantener
unidas las propiedades en la medida de lo posible. La Pepinilla tuvo, además,
la suerte de que la hijuela de sus padres solo hubo de compartirla con una
hermana, Jacoba. Habían sido cinco hermanos, pero los otros tres fallecieron de
pequeños.
El siguiente paso era casarse con "un mozo
de posibles" y en 1860,
a los veintiún años, la Pepinilla contrajo
matrimonio con Jacinto Rodrigo, un valdeperdiceño cuyo padre procedía de una
familia medianamente pudiente de Almendra. De este matrimonio nacieron tres
hijos aunque solo el primogénito, Felipe (1861) llegaría a adulto. El segundo
se ahogó a los veintisiete meses en la fuente municipal y el tercero murió de
una gastroenteritis a los seis años.
Cuentan que la Pepinilla tenía cuatro
parejas de bueyes para labrar la gran extensión de tierra que traía y, además,
trabajaban de forma permanente para ella cuatro hombres como criados y
jornaleros, aunque luego para tareas concretas de la sementera contratara
algunos más. Eso era algo completamente excepcional en un pueblo donde cada
familia aspiraba, todo lo más, a una parejita de vacas o de mulas para trabajar
un poco de tierra de la que sacarían, con un gran esfuerzo, numerosas
fatiguicas y muchísimo sudor, lo básico para sobrevivir. Y en aquella economía
de subsistencia la riqueza de aquella rácana parece que resultaba hasta
obscena.
Aquella mujer no debió de tener mucha
inteligencia emocional, no debió de ser un dechado de virtudes y por lo que
cuentan debió de ganarse a pulso el odio de la gente, por egoísta, interesada,
agarrada, usurera, despiadada y despótica. Los jornaleros que trabajaban para
ella y todos los vecinos que le pedían en préstamo trigo, garbanzos o cualquier
otra cosa empezaron a hablar de su avarícia, su tacañería, su antipatía y su
mal genio.
"Al comer se pone una mano pegada a la
mamola pa no desperdiciar un formigo", decía el primero. "Y cuando
acaba la comida se coloca una aguja con la punta pan-iba, debajo la mamola, pa
que se le clave si se queda traspuesta cuando le tienta el sueño y no darnos un
segundo de descanso", añadía el segundo. "Es una desuellapobres.
Presta a los necesitaos una ochava garbanzos o trigo pal pan de los hijos y si
el año viene malo y no pueden devolverle el préstamo y los intereses a tiempo
la hijaputa se queda con las tierras. Y lo hace sin tiembla, sin un ciñasco
compasión. Os digo que esta víbora no tiene alma", seguía el tercero.
"A piscos a piscos, está haciendo un capitalazo; pero no la envidio un
pimiento porque es esclava el dinero, una agarrada, no vive más que pa trabajar
y se pasa el día renegada con todo Dios", opinaba el cuarto. "Cobra
pol trigo igual que don Santiago el cura, por cada carga nueve ochavas, y la
cabrona, en pago, te las da con rasero y te las cobra con cogüelmo",
explicaba otro.
Pero en las ciénagas de miseria, donde la vida
pende de un hilo muy leve en todo momento, la moral es hasta cierto punto un
lujo innecesario que uno no puede permitirse. Y lo mismo que la Pepinilla pecaría de
egoísta pecarían sus convecinos de envidiosos.
Acumuló un gran capital, sí; pero todo su dinero
no alcanzó para que su familia viviera en mejores condiciones que el resto de
las familias de la época. De hecho por culpa de la racanería lo más seguro es
que viviera peor. Además, se le murieron hijos como a otras mujeres menos
afortunadas y a los ocho años de casada, en 1868, enviudó, también como otras
personas del pueblo. Su marido falleció a los treinta y tres años, de "una
fiebre perniciosa". Y también como otros viudos, la Pepinilla volvió a
casarse enseguida. Según cuentan, para esta segunda ocasión "escogió otro
mozo con posibles, pa juntar más tierra entodavía, esta vez en el término
Palacios"
Con el segundo marido, Francisco Martín Román, la Pepinilla tuvo cuatro
hijos, de los cuales solo dos, Jacinto (1870) y Pepa (1879), llegarían a
adultos. Así pues, la herencia de aquel enorme patrimonio iba a fragmentarse
poco puesto que sólo habría de repartirse entre tres: el único hijo del primer
matrimonio y los dos del segundo.
El primogénito, Felipe, en marzo de 1886 tiene
una hija de soltero con una moza llamada Felipa Hernández. Dos meses más tarde,
en mayo, Felipe y Felipa se casaron. Y en junio, a un mes escaso de la boda,
falleció él, mientras cargaba un carro de algarrobas, reventado por "una
hernia estrangular", según consta en la partida de defunción. Así que
Felipa quedó viuda y con una niña de tres meses. Aquella niña llevaba el nombre
de su abuela paterna: Manuela.
Resulta extraño que Manuela Rodriga Hernández
naciera fuera del matrimonio porque aquella enorme y monstruosa inmoralidad se
daba en muy pocas ocasiones entonces en Valdeperdices. Los motivos por los
cuales sucedió así ya se han olvidado y solamente queda aventurar hipótesis. Lo
más probable es que la
Pepinilla rechazase a Felipa como esposa para su hijo por
tener menos capital. Aunque no se trataba en absoluto de una muerta de hambre.
Se conserva, por ejemplo, el documento de la hijuela que le dejó su padre en
1894 y Felipa recibió 824'75 pesetas, que no estaba nada mal teniendo en cuenta
que una cabra aparece tasada en diez pesetas, una oveja en siete y una gallina
en dos. Además, esa hijuela no representaba más que una tercera parte de las
posesiones familiares puesto que en el momento del reparto quedan vivos tres
hermanos,
Se negase o no la Pepinilla a aceptar a
Felipa por nuera, lo cierto es que a su nieta Manuela le dio siempre amparo.
Aquella niñica huérfana de padre ablandó el corazón endurecido de la Pepinilla y durante los quince últimos años de su vida
demostró que a pesar de la fama de cruel e insensible también era capaz de
sentir compasión.
Felipa permaneció sola después de enviudar trece
meses. En julio de 1887 contrajo matrimonio de nuevo. Su segundo marido,
Antonio Martín, el Tonto, antes de casarse no había dado señales de trastorno
mental, pero después de la boda empezó a darlas. Según cuentan, "los meses
de verano se le alteraba la sangre más que el resto el año y era inaguantable.
Se pasaba horas y horas vaciando, amenazando ... Encima, robaba haces de cebada
o trigo, metía las vacas en los sembraos, los huertos y las cortinas de tol
mundo ... Tenía atemorizada a la gente con los gritos y las toradas. El pueblo
pidió a las autoridades que tomaran cartas en el asunto, que lo metieran en un
manicomio o lo encerraran en la cárcel por ladrón; pero las autoridades no
hizon caso ninguno y aquel loco seguía en Valdeperdices, unas temporadas algo
más tranquilo y otras con la cabeza perdidica del todo".
Felipa y Antonio Martín el Tonto tuvieron cinco
hijos, de los cuales solamente dos, Herminia (1892) y Secundino (1895)
llegarían a adultos, se casarían y dejarían
descendencia. Esos dos hijos convivieron poco tiempo con su padre. La que
sufrió más las consecuencias de su locura fue Manuela. Según se cuenta,
"era ella la que llevaba las vacas por la noche o de madrugada a comer las
cortinas o los sembraos. Iba muertica miedo por si aparecía el dueño y la
pillaba, pero le daba pánico lo que pudiera hacerle el loco del padrastro si no
obedecía, conque cumplía las órdenes sin rechistar. Y siempre que podía iba a
ver a su abuela la Pepinilla ,
pa que la acariñara, pa que le diera un cachico pan y pa que la cobijara de lo
que le hacía el padrastro. Su abuela y su
tía Pepa la vigilaban y la protegían lo que podían, aunque no pudieron evitar
que el Tonto intentara abusar sexualmente de ella. Al parecer, el que consiguió
asustarlo pa que no se le ocurriera volver a intentarlo fue Magín Román, un
mozo siete años más joven que él que le arreó una buena somanta palos. Y parece
que la paliza dio fruto porque, después, cuando el Tonto mandaba a la niña con
las vacas a comer las cortinas de noche le recalcaba bien que entrara en todas
menos en la de Magín. No se sabe por qué fue Magín quien le pegó pa que dejara
en paz a la niñica; pero seguro que detrás de aquella paliza estaba la mano la Pepinilla ".
En 1890, veinte años después de contraer
matrimonio por segunda vez, la
Pepinilla enviudó de nuevo. Francisco Martín murió a los
cuarenta y cinco de "fiebre catarral crónica con tuberculosis
pulmonar". Su hijo Jacinto tenía veinte años, su hija Pepa, once. Y la Pepinilla , con cincuenta
y uno, ya no volvería a casarse.
Con frecuencia a un hijo del segundo matrimonio
se le bautizaba con el nombre del primer marido. Eso fue lo que hizo la Pepinilla , pero le dio
igual porque a su hijo Jacinto nada más lo llamó así la familia. Todo el pueblo
lo conocía por el mote, el Parrao, "porque andaba con las piernas
escarranchadas".
Jacinto el Parrao se casó en 1893 con Clara
Martín Antón y tuvieron siete hijos, tres hembras y cuatro varones. En muy poco
tiempo perdieron a los cuatro chicos, dos de ellos por la gripe de 1918.
Llegaron a viejas las tres hijas: Dolores (1894), Ángela (1898) y Pascuala
(1903). Las tres se casaron y tuvieron descendencia. A un nieto de Pascuala,
mucho tiempo después, lo llamarían Parrao los compañeros en la escuela y bien
que le dolía aquel mal nombre cruel basado en un defecto físico, que él no
tenía en absoluto, de uno de sus ocho bisabuelos. En cualquier parte los niños
pueden ser crueles, pero en los lugares pequeños las posibilidades de hacer
daño utilizando el pasado familiar se multiplican.
Y, si la parte de la herencia de El Parrao
habría de dividirse por tres, la correspondiente a Pepa, la hija menor de la Pepinilla , todavía se
fragmentaría más pues tendría con su marido, José Prieto, “Joseote”, diez
hijos. De ellos nueve llegarían a viejos: Victorina (1897), Pablo-Francisco
(1899), Felipe (1901), Genoveva (1905) Leónides (1907), Adela (1909), Ana
(1912), Flavio (1914) y Gervasio (1921).
Parecía que Manuela, la niña que había dejado
huérfana Felipe, podría ser la gran afortunada en el reparto de la herencia de la Pepinilla. Ella
recibiría íntegra la palie que le correspondía a su padre. Pero una serie de
circunstancias jugó en su contra.
En agosto de 1897 todo Valdeperdices andaba
patas arriba con las ventoleras del Tonto. Cuentan que se subía a Teso la Horca con una piedra de
afilar y se pasaba el día y la noche aguzando una hoz y diciendo a gritos:
"Pa Pititis, pa Pititis. ¿Lo sentís?, ¿lo sentís? ¡Que lo tengo que
matar!, ¡que lo tengo que matar!". Llamaba Pititis a Joseote, el yerno de la Pepinilla. Se había
obsesionado con él y tenía claro que debía asesinarlo con la hoz, para lo que
había de llevarla bien afilada. La razón por la cual eligió a Joseote no está
muy clara; pero parece que no estaba relacionada con la herencia de la Pepinilla , que entonces
aún no se había repartido pues ella aún vivía. A Joseote lo llamaban así, con
el aumentativo, porque "era un hombrón descomarcao, altísimo y mu fuerte y
el Tonto lo amenazaba de contino pa demostrar que era más hombre que él".
Aquel agosto unos cuantos vecinos decidieron que
había que hacer algo. Si le pegaban una paliza a lo mejor cogía un poco de
miedo y luego dejaba al pueblo en paz. Salieron a por él y en las suertes de El
Llamero el Tonto los retó: "El que tenga cojones que salte la güera".
Uno de ellos saltó, el Tonto le clavó la hoz en el pecho, le alcanzó el pulmón
izquierdo y al poco murió. Se llamaba Esteban Vacas. Dejó dos niñas pequeñas. y el miedo de su mujer, Filomena Román, era
que también le matara las hijas. "Lo perseguían poi campo y ya se juntó to
la gente y fueron todos a una pa matarlo a pedradas como al Cholerón de
Villacampo". Horas más tarde en los solares cercanos al Chapazal lograron
reducirlo, lo ataron a un negrillo y lo entregaron a la justicia. Estaría un tiempo
en la cárcel de Zamora y luego lo trasladarían al penal de El Dueso en San
toña. Regresaría a Valdeperdices, pasaría unos años, ya calmado, y después lo
ingresarían en el psiquiátrico de Valladolid, donde fallecería en 1918.
Parece que durante el tiempo que pasó entre
rejas todo el pueblo respiró aliviado al librarse del temor a sus venadas. Y en
especial debieron de descansar Felipa, su mujer, y su hijastra, Manuela. Sobre
todo ésta, a la que le había amargado toda la infancia con sus órdenes sin sentido.
En un principio Felipa pagó abogados para la
defensa de su marido, lo visitó en la cárcel, le llevó ropa limpia y comida, le
ayudó cuanto pudo ... Pero se conoce que la soledad llegó a pesarle demasiado y
"se amontonó con un criao suyo llamado Marcelino, al que apodaban el
Cirola". Tuvieron tres hijos que en las partidas de bautismo constan como
"de padre desconocido". De ellos nada más sobrevivió a la infancia
Vicenta (1902).
Cuando el Tonto salió de la cárcel y regresó al
pueblo, El Cirola huyó a su pueblo de origen, Villalcampo. Sabiendo cómo se las
gastaba con la hoz aquel trastornado, el criado y querido de Felipa cobró
miedo, temió por su vida y se fue dejando a su amante y a su hija Vicenta en
Valdeperdices.
Manuela siempre dijo que "su abuela bía
comprao pa ella la tierra el 6 y bía dicho a los hijos que ellos se quedaran
con lo bueyes, pero que aquella finca tenía que ser pa la niña". Aquella
tierra Manuela no la heredó. Como tampoco volvió a saber nada del dinero en
metálico que tenía la
Pepinilla. Un día alguien había visto a su abuela y a su tía
Pepa contando billetes que iban guardando en una manga de una camisa y la manga
estaba completamente llena. "De tal manga nunea más se supo, corrió
burro".
Y en pago de heredar poco, buena parte de la
herencia de la Pepinilla
que tenía que haber pasado a su nieta Manuela la gastó Felipa para criar a los
cuatro hijos de los tres hombres distintos y para salir adelante con aquel
marido loco, con el amante ... La
Pepinilla debía de estar revolviéndose en su tumba. Dice el
refrán que si no quieres caldo toma tres tazas. Porque si en un primer momento la Pepinilla rechazó a
Felipa por tener menos capital que su hijo Felipe, la nuera después le daría
quebradero s de cabeza muchísimo mayores. El padrastro que dio a su nieta no pudo
ser peor, cuando el marido estaba preso convivía con otro hombre ...
Manuela se casó en 1904 con Patrocinio Román y
de los diez hijos que nacieron de ese matrimonio superaron siete la niñez:
Feliciana (1906), Irene(l908), Amanda (1910), Ricardo (1913), Clementina
(1915), Eloísa (1919) y Felipe (1927). Así que hubo que repartir lo poquito
entre muchos.
Tiempo después estaban un día discutiendo una
hija de Manuela con la suegra, estaban llamándose cosas poco caritativas una a
la otra y la suegra zanjó la pelea diciendo: "Pepinillorra tenías que
ser". La discusión la presenció otra hija de Manuela y al ver lo que le
había escocido el insulto a su hermana pensó: "Del capital la Pepinilla no hemos visto
una peseta ni vamos a verla jamás. Lo único que nos ha quedao de la bisabuela
es que nos puedan llamar las suegras este mote como el mayor insulto del mundo.
Aquí lo único que se hereda de fijo son los motes.¡ Me fastidio yo en la
puñetera herencia las narices !"
Luisa Román Rodrigo
La Familia De La Tía Teresiña
Nuestros antepasados se fueron, nosotros estamos yéndonos, nuestros descendientes se irán. Y unos a otros vamos dejándonos en herencia, entre otras cosas, la vida, la memoria colectiva, la lengua, la cultura y la dignidad de sentirnos humanos.
A lo largo del tiempo los valdeperdiceños han protagonizado pocos hechos históricos de los que se estudian en los libros, no han descubierto ni inventado nada interesante para la humanidad, ni en general han alcanzado una gran fama por haber destacado en algo. Pero han hecho algo muy importante para ellos mismos, para la generación presente y para las venideras: resistir. Vencieron al hambre, a la miseria, a las enfermedades... Y en determinadas épocas de la Historia en un lugar como este esa victoria fue una verdadera proeza.
De entre los resistentes en Valdeperdices destaca un nombre, Teresa Ballestero Vacas, porque vivió más años que sus contemporáneos y porque dejó abundante descendencia en el pueblo. Sirvan estos pocos datos sobre ella y sobre una parte de su gran familia como un pequeño homenaje a esos valdeperdiceños anónimos, humildes, duros y fuertes que, a pesar de las precarias condiciones y del atraso, aguantaron las penurias y nos pasaron el testigo.
Juliana Vacas, que había nacido en Monfarracinos en 1821, se casó dos veces, la segunda con Tomás Ballestero(s), un mozo de Arquillinos. Fruto de este segundo matrimonio nacieron dos hijos en Molacillos: Teresa (1845) y Eustaquio (1850), y una más en Arquillinos: Benita (1853). Los tres contraerían matrimonio en Valdeperdices: Teresa con Estanislao Barrocal Martín, en 1870, Eustaquio con Marcelina Sastre Martín, en 1878, y Benita con Isidoro Ramajo Román, en 1874. En cada una de estas tres parejas se daba un cierto grado de consanguinidad (3º con 4º, 3º igual y 4º igual). Eso significa que durante algún tiempo entre Valdeperdices y esos otros pueblos hubo intercambio de gentes. Esa movilidad poblacional era bastante lógica y muy necesaria, pues entonces Valdeperdices contaba con pocos habitantes.
Todos ellos fallecerían en Valdeperdices: Juliana Vacas (1821-1887) de una úlcera cancerosa, su hijo Eustaquio (1850-1919) de nefritis, y su hija Benita (1853-1927) de enfisema pulmonar. Los tres fueron longevos para su época (sesenta y seis, sesenta y nueve y setenta y cuatro años). Pero hasta mediados del siglo XX la persona más longeva de la que se tiene constancia en el pueblo fue su hija Teresa, una mujer pequeña y menuda a la que llamaban Teresiña. Fue la primera persona de la que se sabe que pasó de los noventa en Valdeperdices. Vivió noventa y cuatro años, de 1845 a 1939. Algún anciano del pueblo recuerda que en las décadas de los años veinte y treinta cuando uno quería insultar a otro, llamándolo “viejo”, usaba la expresión: “Tienes más años que la tía Teresiña”. Entonces que alguien alcanzase los sesenta parecía bastante, que llegase a los setenta se consideraba mucho, que pasase de los ochenta era muchísimo y ya que rebasase los noventa se tenía por imposible, de manera que la tía Teresiña había logrado el gran milagro de sobrevivir muy por encima de lo nunca visto hasta entonces.
Y, con todo, la vida de aquella mujer no debió de ser especialmente fácil respecto a las de sus coetáneos. Si duró más sería solo porque era más resistente. De 1871 a 1892 sobrevivió a once partos, uno de ellos de gemelos y a los treinta y ocho años de edad. Y los tres últimos fueron a los cuarenta, cuarenta y tres y cuarenta y siete. Por otra parte, sus tres últimos años de vida coincidirían con los de la Guerra Civil. Además, de los doce hijos que trajo al mundo vio morir a siete, cinco de ellos párvulos. Aunque sufriría quizás, sobre todo, con la muerte de una de sus hijas, Juliana (1888-1924), por el modo en que ocurrió. Falleció de parto porque, al parecer, un aficionado de médico al que llamaban Lorito y que vivía en el kilómetro 15 de la carretera de Alcañices intentó extraerle el niño y le preparó una buena carnicería. Debió de sacárselo a trozos. Según cuentan, el vientre de la fallecida siguió abultado y para meterla en el cajón en el que la llevarían al cementerio le pusieron una reja de arado encima. Juliana dejó cinco niños huérfanos, de trece, doce, nueve, siete y tres años.
Aparte del sufrimiento por la muerte de esos siete hijos que se fueron antes que ella, la tía Teresiña padecería por otra de sus hijas, Sofía (1879-1952), que se quedó ciega y cuando estuvo en edad de merecer nadie quiso casarse con ella. Se casaría ya mayor, a los cuarenta y ocho, en 1927, con su cuñado, Luis Gregorio Rodrigo, viudo de su hermana Juliana, tres años después de que falleciera ésta. Luis podía haber elegido a otra de sus cuñadas, Trinidad (1878), también soltera, para que se hiciera cargo de sus hijos; pero parece que Trinidad no debía de andar bien de salud pues moriría, con cincuenta, en 1929, de “carcinoma gástrico”, solo cinco años después que Juliana.
Todos los descendientes de la tía Teresiña proceden de cinco de sus hijos: Faustino-Agustín (1871-1937) casado en 1906 con Venancia Terrón, Mª Cruz (1872-1956) casada en 1896 con Isidro Gregorio, Benito-Bernardo (1874-1952) casado en 1899 con Mª de las Mercedes Rodrigo, Juana (1885-1964) casada en 1905 con Saturnino Gregorio y Juliana (1888-1924) casada en 1910 con Luis Gregorio.
La tía Teresiña vio nacer a sus treinta y dos nietos, de los cuales catorce se casaron cuando ella vivía. Quince de sus nietos fallecieron antes que ella. Trece murieron párvulos. El nieto mayor, Sandalio, estaba casado con Lucía de la Iglesia Ballestero. Otro nieto adulto, Arsenio, estaba soltero, y cayó en la Guerra Civil. La tía Teresiña vería también morir a la viuda de Sandalio, Lucía, que se había casado en segundas nupcias con José Rodríguez Coria. Cuando ella regresaba de Almaraz de vender hortalizas, Coria estaba esperándola, escondido en un trigal, y la mató a golpes, con un estacón.
De los numerosos bisnietos que tuvo, la tía Teresiña conoció a treinta y siete, de los cuales vio morir a doce, todos párvulos. Ya no vería a ninguno de ellos casado porque cuando ella falleció, el bisnieto mayor, Alejandro Gregorio Martín, había cumplido quince años.
Ninguno de sus hijos alcanzó su longevidad. La hija que más duró, Mª Cruz, vivió ochenta y cuatro (1872-1956). Hoy, sesenta y un año después de la muerte de la tía Teresiña, todavía vive una de sus nietas: Primitiva Barrocal Rodrigo (1921) y otra ha fallecido en 2012: Martina Gregorio Gregorio Berrocal (1913-2012). De sus nietos, por ahora solamente dos han durado más tiempo que ella: Florencia Gregorio Barrocal (noventa y seis, 1912-2008) y Martina (cumpló noventa y ocho 1913-2012). Dos bisnietos que ella vió nacer han muerto recientemente: Alejandro Gregorio Martín (1924-2010) y Gerardo Macías Barrocal (1927-2011). Varios de los bisnietos que ella vió nacer aún siguen con vida:, Segismundo Gregorio Martín (1927), Georfina Gregorio Martín (1931), Manuel Barrocal Román (1933), Anastasio Macías Barrocal (1933), Cesáreo Gregorio Román (1933), Delfín Román Gregorio (1933), Virtudes Barrocal Gregorio (1934), Juliana Román Gregorio (1935), Ramón Macías Barrocal (1935), María Gregorio Martín (1936), Aurelia Macías Barrocal (1936) y Marcelino Gregorio Román (1937). Además, viven varios bisnietos que ella ya no llegó a conocer, un montón de tataranietos, algunos choznos y algún que otro bichozno.
Por haber nacido en un lugar tan pequeño y con tanta endogamia, es bastante probable que hoy todos los valdeperdiceños vivos, aun sin ser descendientes directos, llevemos en nuestros genes algo de la fortaleza de esta mujer.
(Todos los datos están sacados del Archivo Diocesano, de los libros parroquiales de Valdeperdices, y en ellos el apellido Ballestero(s) fluctúa, unas veces sin “s” y otras veces con “s”. En cambio el apellido Barrocal siempre aparece con “a” y no con “e” como debe ser en realidad).
Luisa Román Rodrigo
RECUERDOS DEL TÍO
FORTU-1
Esa tarde, como otras muchas tardes, “El Tió Fortu” salió de su
casa inmediatamente después de haber comido y se dirigió al parque. Sabía que a
esa hora allí no habría nadie. Era incluso muy probable que en esos días de
mediados de octubre no fuera ni una sola persona por aquel lugar en todo el
día. El Tió Fortu sabía que en Valdeperdices en estas fechas ya iba quedando
muy poca gente. La mayoría de "los hijos del pueblo" que habían
estado pasando los meses de verano allí, ya habían regresado a los lugares en
los que vivían habitualmente. "Cada mochuelo a su olivo", solía decir
él. De los pocos que todavía seguían viviendo en el pueblo, el tió Fortu sabía
que a esas horas de la tarde y en esas fechas sólo unos pocos, que casi se
podían contar con los dedos de las manos, estarían en las faenas de la siembra.
Otros, los ya jubilados, solían jugar su partida de cartas en alguno de los dos
bares. Buena parte de las mujeres, la mayoría ya de edad avanzada, estaría la
mitad de la tarde viendo "sus novelorios"; después de haber terminado
la novela, algunas, siempre que hiciera buen tiempo, saldrían a jugar a la
brisca, bien a La Viga, bien al lado de la casa de Cesáreo. También algunas,
por lo general por prescripción médica, se dedicarían a dar el preceptivo
paseo.
Él prefería ir al parque, para tomar
el sol y para estar acompañado por sí mismo. Al tió Fortu le gustaba la soledad
más que la miel a las moscas. Y en esa su soledad se complacía en recordar todo
lo que le había acontecido a él mismo, y todo lo ocurrido a su alrededor, a lo
largo de sus muchos años vividos, que ya casi llegaban a los noventa.
En el último año y en este sentido
"andaba algo disgustado". Al ineludible paso de los años, que hacía
que muchos de los acontecimientos se hubieran ido borrando en su memoria y que
hacía que muchos de los recuerdos le llegaran ahora como envueltos en una
espesa niebla, se unía lo que él comenzaba a temer como alguna enfermedad de
tipo senil. Esto hacía que en sus recuerdos comenzaran a aparecer algunas
lagunas. Cuando él se lo contaba así a su parienta, ella, la tía Julia, le
gastaba bromas diciéndole que aquello ya no eran lagunas, sino mares enormes.
Aquella tarde, poco después de haberse
sentado él en uno de los bancos del parque, cerca de allí pasó un agricultor en
su tractor. El tió Fortu tuvo que hacer un gran esfuerzo visual para poderlo
reconocer dentro de la cabina de la máquina. Ese reconocimiento y el posible
lugar al que el agricultor se dirigía , según el tió Fortu, lo llevó a él
a recordar algo que le aconteció en su infancia.
Desde el parque el tió Fortu podía ver la
casa de Felipe, el hijo de Felipe el del “tió” Santos, al que también se le
conocía como Felipe el de Primitiva. Y vio en su recuerdo lo que fue la era y
la caseta de Amador. Y entonces se vio a sí mismo como niño, subiendo la cuesta
del Salinar.
Hacía ya unos años que, al recordar esto,
el tió Fortu se cabreaba consigo mismo, porque ya no era capaz de saber si
aquello había ocurrido cuando tenía ocho o cuando tenía diez años. Todo, porque
a veces le parecía que eso había sido cuando la boda de su hermano mayor, lo
que haría que él entonces tuviera ocho años; pero otras veces le parecía que
aquel año había sido el mismo que aquel en que había muerto su abuelo Blas, lo
que haría que él entonces tuviera unos diez años. Y maldecía aquella maldita
niebla que se le ponía en su mente y le impedía ver los recuerdos con la
claridad que él hubiera deseado. Así y todo, se dejó llevar por esos recuerdos.
El niño Fortu, montado sobre su burra de
raza zamorana, a la que llamaban Granera, fue ascendiendo por la cuesta del
Salinar. Dejó a la derecha la caseta de Amador. Algo más arriba, y también a la
derecha, en ese su recuerdo como entre brumas, había una mujer que estaba
sacando barro, un barro blanco con el que las mujeres encalaban o blanqueaban
las paredes interiores de sus viviendas. Debían hacerlo con relativa
frecuencia, dado que el encalado se soltaba con mucha facilidad de las paredes,
a poco que uno se rozara con ellas. En aquella ocasión la mujer en cuestión
estaba ya terminando de llenar un costal con aquel polvo blanco, que todo
indicaba que no era otra cosa que caolín; es decir, arcilla blanca.
Al recordarlo, el tió Fortu llegó a la
conclusión de que en aquella ocasión la mujer no estaba sacando barro blanco
para blanquear las paredes de su casa, sino para sacar unas perrillas,
vendiéndolo en algunos de los pueblos "del otro lado del río", como
podrían ser Villalcampo, Cerezal o Carbajosa.
Y en ese momento en el rostro del tió
Fortu asomó una pícara sonrisa, al recordar que en Valdeperdices, y en aquellos
años de su infancia, algunas mozas también usaban algunas veces ese barro a
modo de producto de cosmética, para aclarar el color de su cara.
Recordó también que en Valdeperdices,
además de en ese lugar de El Salinar, se sacaba ese barro blanco de una zona
próxima a Peñagallegos. Allí incluso había en una finca del señor Andrés un
gran pozo sin agua del que se sacaba esa arcilla blanca. Tal vez por eso, a
aquel lugar de Peñagallegos algunos lo denominaban como La Barrera. El tió
Fortu recordó que también había otro lugar en el que los valdeperdiceños
extraían barro blanco; ese lugar no era otro que Valdenisteba.
El niño Fortu, de ocho o diez años,
continuó subiendo por El Salinar. Y fue entonces cuando la bruma que
empañaba la memoria del tió Fortu fue como arrastrada o barrida por un
fuerte viento. De ese modo el tió Fortu comenzó a ver todo clara y nítidamente.
Era un jueves de primavera y como en el aquel entonces los jueves por la tarde
los niños no tenían clase, su madre lo había mandado llevar la comida a su
padre que estaba arando en la "Cuesta el Trillo”. Era algo que no le
disgustaba porque lo único que había que hacer en esos casos era ir montado en
la burra, llegar, comer y regresar, generalmente haciendo correr a la
caballería, lo que para él era una bonita diversión.
La ida solía ser aburrida porque, al
llevar la comida y el agua en las alforjas, había que ir con bastante cuidado.
Pero aquel día, un maravilloso día de alta primavera, el camino, a pesar de ser
un largo recorrido de unos 6 km, no se le iba a hacer cansado. Y eso porque
todo a su alrededor desbordaba alegría, música, colores, olores… Era la luz
cegadora de alta primavera. Era la alegría hecha música en los trinos de los
pájaros. Era el canto de los roques (ruiseñores), tordos, tordas pedresas
(zorzales), tordas carreteras (mirlos), abubillas, cucos, críalos, etc. Era
especialmente el coreche-ché de las perdices, que no cesaban de cantar. Era la
policromía, a veces armoniosa de todos los verdes en los cultivos, a veces rota
por el maravilloso contraste de los rojos, los morados y los amarillos de las
malas hierbas, principalmente amapolas, nabestros, gatuñas y cantuesos.
Eran los aromáticos olores de las hierbas recién segadas y de los arbustos en
flor.
Siguió avanzando y... ¡qué espectáculo de
color y olor al pasar por el Montico! La pradera allí, de un verde clarito,
daba paso al verde oscuro de las jaras, nevado por el blanco de sus flores. El
olor que exhalaban estos arbustos era embriagador.
Admirando extasiado tanta
belleza, iba haciendo el recorrido sin que se diera cuenta de por dónde
estaba pasando. Dejó atrás la Parcela Palacios.
Ya llegando a
Fuenteblanca, sus ojos lo llevaron a las casetas del nueve. Vio o creyó ver las
ruinas de lo que habían sido.
El tió Fortu entonces, tal vez por aquello de que
cualquier tiempo pasado fue mejor, sintió nostalgia por el hecho de que algunas
edificaciones que él conoció en su infancia y juventud habían ido convirtiéndose
en ruinas o habían desaparecido por completo. Y volvieron a su memoria varias
de las casetas, así como las Casas Viejas y las Casas del Monte. Y no pudo
menos de recordar algo que en éstas últimas ocurrió y dio mucho de qué hablar.
Se trataba de lo considerado por las gentes de entonces como una muy mala
acción del cacique de la zona y que había consistido en embarazar a una joven
de Valdeperdices que entonces trabajaba para él.
Siguió avanzando el niño Fortu y, ya al
llegar al Camino el Lomo, el espectáculo cambió por completo. Entonces los
colores pasaban de los verdes a los marrones; una armonía de marrones en las
tierras aradas, rota a veces por los verdes de los ribazos y de los
brotes tiernos de las cepas en los bacillares.
El niño Fortu siguió por el Camino Zamora. En un
momento dado fijó su mirada en una pequeña edificación un tanto ruinosa.
Después, aquella misma noche, alguien le diría que aquello era lo que quedaba
de lo que había sido la "caseta del tió Jacinto el Parrao”. Al parecer, en
su día alguien la había construido para "guardar la viña".
El niño Fortu seguía avanzando. Llegó a
Valperero. Allí dejó que la burra Granera bebiera en la charca, ya casi seca.
El tió Fortu recordó entonces que "esa
dichosa laguna además de coger poca agua, enseguida la deja escapar".
El niño Fortu siguió su camino. Al llegar a la
Cuesta el Trillo, y concretamente a la tierra en la que debería haber estado su
padre, arando, resultó que allí no pudo ver a nadie, por la sencilla razón de
que allí nadie había. La tierra estaba ya arada y su padre se habría ido a otro
lugar. Eso en principio no era nada extraordinario ni raro. No era la primera
vez que eso le había ocurrido, porque entraba dentro de lo posible que su padre
terminara de arar una finca antes de lo previsto. Lo que no era normal era que
su padre la noche anterior o aquella misma mañana no les hubiera avisado, a su
madre o a él mismo, de esa posibilidad, y que no les hubiera dicho a qué tierra
iría a arar, una vez que hubiera terminado la de la Cuesta el Trillo. Y
entonces al niño Fortu le empezó a oprimir el peso del no saber qué poder
hacer. Aunque en alguna ocasión anterior ya le había acontecido algo parecido,
eso había sido en lugares próximos al pueblo, donde "andaba" más gente
a la que poder preguntar y que le podía "dar razón" del paradero de
su padre o de su hermano mayor. Pero allí, en la Cuesta el Trillo, a 6 km del
pueblo, aquel día por allí no se veía nadie; ni un solo gañán ni un solo
pastor. En lo de los gañanes podía ser que estuviera equivocado, pues cabía la
posibilidad de que sí hubiera por allí alguno al que el arbolado de aquella
zona impidiera ver. En lo relacionado con los pastores tenía la absoluta
seguridad de que por allí ese día "no andaba" ninguno, porque de lo
contrario habría oído el ruido de las cencerras de las ovejas.
En aquella situación al niño Fortu no se le
ocurría qué podría hacer. Ponerse a buscar a su padre, yendo de un lado para
otro sin pista alguna, eso era como buscar una aguja en un pajar. Debía descartarlo.
Regresar a casa, suponía dejar a su padre sin comida. Finalmente, tal vez
porque el peso de la responsabilidad lo tenía atenazado y no le permitía hacer
otra cosa, se decidió por quedarse allí quieto, parado, esperando no sabía qué.
Y eso sí, llorando, llorando desconsoladamente. Y así estuvo esperando un
tiempo que, tal vez no fuera demasiado, pero que a él se le hizo eterno.
Cuando ya el niño Fortu ni siquiera lloraban,
porque posiblemente ya no le quedaran lágrimas, vio que su padre se le acercaba.
Aunque tarde, su padre se había dado cuenta de su error y volvió, procedente de
Piedralagar, para tranquilizarlo, consolarlo, animarlo y pedirle disculpas.
De lo que ocurrió después aquella tarde, ni el
niño Fortu ni el tió Fortu recuerdan nada.
El tió Fortu, ahora, a sus casi 90 años, mientras se encuentra sentado en
un banco del parque, él solo, con sus pensamientos y con su soledad, mientras
toma el tibio sol de una tarde de otoño, piensa que qué tiempos aquellos en los
que los padres, por mucho que los quisieran, que los querían, se veían
obligados a enfrentar a sus hijos con situaciones como la que había recordado
aquella parte.
RECUERDOS DE “EL TIÓ FORTU” 2
Un día de perros.
Aquella tarde,
como otras muchas tardes, el tió Fortu estaba sentado en el parque, en su banco
de costumbre y, también como de costumbre, tomando el sol y dejando que su
mente lo llevara muchos años atrás, recordando episodios de su ya larga vida
pasada. En un momento dado esa su mente nostálgica se empeñaba en presentarle
imágenes de cuando él era un mozuelo y comenzaba a "andar detrás de las
mozas". Y fue en ese momento cuando pasaron cerca de allí dos tractores,
llevando paja en la pala. La diferencia entre ellos era que uno la llevaba en
un gran rollo cilíndrico y el otro, en una gran paca, eso que aquí llaman
alpaca.
Y
entonces el tió Fortu pensó que qué diferencia en el modo de hacer las cosas
antes y ahora. Para empezar, en su infancia y juventud a aquello que
transportaban aquellos tractores no se le habría llamado paja, sino, como
mucho, pajas. Antes, al ser triturada por los trillos en las parvas, la paja
quedaba casi molida. Los trocitos mayores no sobrepasaban los cuatro o cinco
cm; alguna quedaba tan molida que casi parecía harina; a ésta se le daba el
nombre de muña. Con esta consistencia, para transportarla había que recurrir a
costales, sacos y cestos. Cuando había de ser transportada en los carros, a
éstos había que añadirle telerines y redes de malla poco rala. Así y todo, en
los carros había que encalcarla muy bien para que no se saliera por los
agujeros de la malla.
Momentáneamente
al Tió Fortu lo sacó de sus recuerdos Patro, que pasaba por allí. Patro es un
valdeperdiceño de nacimiento que, aunque habitualmente no vive en el pueblo, sí
pasa en él algunos meses del año. Patro conoce muy bien al tió Fortu.
— ¿Qué,
a solas con sus recuerdos?
—
Patro, tú ya vas teniendo una edad suficiente para poderme comprender. Cuando
somos niños y jóvenes no hacemos otra cosa que proyectar planes para el futuro.
Cuando ya somos viejos y consideramos que ya no nos queda futuro, no hacemos
otra cosa que complacernos recordando el pasado.
Patro
mostró una sonrisa comprensiva que el tió Fortu agradeció. Después continuó su
camino.
El
anciano, de casi 90 años, volvió de nuevo a sus recuerdos. Lo de los tractores
transportando paja lo hizo volver a su infancia y concretamente a un día en el
que "casi todo me salió mal", “un día de perros”.
Era uno
de los últimos días de agosto. El niño Fortu tenía entonces diez años. Por la
causa que fuera, aquel año los de su familia "andaban traseros" en
las faenas de la senara. Ya la mayoría de sus convecinos "habían barrido
sus eras”, unas eras que en aquellos días ya estaban adornadas por las
“comemeriendas”, esas flores, entre rosas y moradas, que parecen salir
directamente de la tierra.
Sólo
ellos, los de su familia, y unos pocos rezagados más, todavía estaban
"bajando la paja".
La
noche anterior el niño Fortu, de diez años, se había dormido muy tarde, porque
había estado, ya en la cama, de cháchara con su hermano Sixto, sólo dos años
menor que él. Hacía poco que se había dormido cuando, ya amaneciendo, fue
llamado por su madre y por su hermano mayor, para que desayunara algo y se
fuera después con él, en el carro, hasta la era. Debía acompañar a su hermano
mayor para colaborar con él en la tarea de llenar el carro con paja, que
después se llevaría al pueblo y concretamente al pajar que tenían adosado a la
vivienda. El trabajo de colaboración del niño Fortu consistiría en encalcar,
con pies y rodillas, la paja que con la “bienda” echaría su hermano dentro del
carro.
El
haber estado buena parte de la noche de cháchara con el hermano pequeño hizo
que el niño Fortu después, por la mañana, estuviera medio dormido y poco apto
para el trabajo que debía realizar. Mientras duró el llenado del carro, varias
veces su hermano hubo de avisarle de que debía “espabilar” y moverse con más
eficacia. Él no hizo demasiado caso, no por que esa fuera su voluntad, sino
porque su cuerpo no le respondía.
Una vez
cargado el carro, hicieron el recorrido de casi 2 km hasta el pajar. El camino
era de tierra y piedras. El movimiento del carro con constantes sacudidas hizo
que, por no estar bien encalcada la paja, ésta en una cantidad importante se
fuera por los huecos de la red y se quedara regada por casi todo el camino. De
esto no se percataron hasta haber llegado al pajar, ni Fortu, que iba subido en
el carro en su parte delantera, ni su hermano, que iba andando, larga vara al
hombro, delante de las vacas.
Al
darse cuenta su hermano mayor de que habían dejado buena parte de la paja
regada por el camino, se puso furioso y comenzó a echarle una gran bronca a
Fortu. Seguramente la bronca no se habría quedado en eso, de no haber llegado
su madre que, aunque ella también se sumó a lo de la bronca verbal, al menos no
permitió que el mayor de los hermanos zurrara a Fortu.
Cuando
fueron a realizar el segundo viaje, los acompañaron su madre y Sixto. La madre
iba para, con barrendero de “ajujeras”, comenzar a barrer las zonas de la era
en las que ya se pudiera hacer esa tarea.
Nada
más llegar a la era, su madre mandó al niño Fortu que fuera a abrir la puerta
de la caseta de los pollos.
¿Que
qué era eso de la caseta de los pollos? Es posible que convenga hacer una pequeña
aclaración. Para ello nos vamos a servir de lo que ya en su día dejó escrito
Patro en sus
RECUERDOS DE EL TIÓ
FORTU. 3
Un día de helada.
Esa
tarde al Tió Fortu no le pareció oportuno ir al parque. Todo, porque hacía un
frío "que cortaba". Era una tarde de la tercera decena de noviembre.
No había ni una sola nube en el cielo; el sol calentaba lo que podía, pero eso
no era suficiente para compensar que el viento, procedente de Palacios del Pan,
trajera un frío que se colaba hasta los huesos.
Después
de comer, el tió Fortu tuvo la tentación de quedarse en casa, medio tumbado en el
tresillo y viendo algo en la tele. Ese algo casi siempre era algún documental
sobre animales, de los de la segunda cadena. Pero se dijo a sí mismo que eso no
era bueno para su organismo y que debía al menos salir a que le diera algo el
aire y que lo "desapolillara". Y entonces pensó que el mejor lugar en
el que podría estar aquella tarde era en las solanas de El Piñedo. Allí,
seguramente, no haría demasiado frío, al menos "mientras allí diera el
sol". Sabía de sobra que en aquel lugar no molestaría el viento, detenido
éste por el pequeño montículo de rocas de pizarra.
En el
recorrido que tuvo que hacer desde su casa hasta El Piñedo "no vio ni un
alma".
Una vez
que subió la pequeña rampa que conduce a las solanas, se dirigió a la de los
hombres y allí se sentó, "cara al sol, con el tabardo viejo" — solía
decir él.
Enseguida
pudo ratificarse en sus sospechas. Allí se estaba francamente bien, incluso
"en aquel día de perros". Y enseguida también pensó en la suerte que
tenían los valdeperdiceños por el hecho de que sus antepasados se hubieran
puesto a sacar allí las piedras, para construir sus viviendas, y que, llegado
el momento en que esas piedras no eran de buena calidad, lo hubiesen
abandonado, dejando así aquellas oquedades que tan bien servían como perfectas
solanas.
Allí
estuvo toda la tarde, sin que nadie fuera a hacerle compañía. Tan sólo pasaron
por la zona de El Plantío, de camino hacia las pistas, los nietos de Enrique y
los de Serafín. Eso le hizo pensar que ese día "no habría escuela",
porque, si no, "no andarían esos muchachos por allí".
Y
recordó que muchos años atrás, en una tarde como aquella, allí habría habido
mucha gente. Hombres y mujeres habrían salido a tomar el sol, no sólo a las dos
únicas solanas en las que ahora solían sentarse; también en otras, como las
situadas detrás del "güerto" del tío Patrocinio, o las de "por
arriba" del transformador de la luz, o en las del Camino Zamora.
Las
mujeres entonces habrían llevado allí, para sentarse, las sillas bajas, de
madera y de culo de paja trenzada. Además de las sillas, las mujeres habrían
llevado algo para coser, hilar o tejer. Los hombres no solían llevar más que la
lengua que le servía para estar en amena charla.
Cuando
el sol se fue por Tesolahorca, el tió Fortu supo que allí ya no tenía nada que
hacer y que, de continuar allí, se quedaría congelado. Decidió que había
llegado el momento de regresar a su casa. En el trayecto el intenso frío
reinante le hizo recordar un día de un año de su niñez. "Entonces sí que
eran duros los inviernos", pensó.
Una
mañana de un día de invierno el niño Fortu, estando todavía en la cama, oyó
decir a su madre que "era parda la que había caído". Su madre se
estaba refiriendo a la helada. Ya en días anteriores "habían caído
buenas". También en este caso la madre se estaba refiriendo a las heladas;
unas heladas que habían hecho que toda el agua de El Regato, desde Tesorredondo
a la Gadaña, estuviera hecha carámbano, un carámbano que los muchachos no eran
capaces de romper ni a pedradas. Pero, según decía su madre, la de aquella
noche había sido todavía mucho peor. Además, también según su madre, todo era
mucho más llamativo porque, antes de comenzar a helar, habían caído cuatro
gotas. Éso había hecho que los negrillos de los “güertos” estuvieran completamente
blancos, que de las canales de los tejados colgaran “caramelos” puntiagudos de
casi medio metro y que todo el suelo estuviera cubierto de una capa de hielo
que parecía como si le hubieran puesto un cristal por encima.
Todas
esas cosas escucharon decir a su madre el niño Fortu y su hermano menor, el
niño Sixto, desde la cama. Era un día de vacaciones y ellos no tenían que ir a
la escuela. De no haber sido por la curiosidad que despertaron en ellos las
palabras de su madre, aquel día, con el frío que hacía y sin tener que ir a la
escuela, se habrían quedado un rato más en la cama. Pero en aquella fría mañana
la curiosidad actuó de despertador y pudo más que sus ganas de estar
acostados.
Cuando
los dos niños asomaron a la calle, enseguida se dieron cuenta de que su madre
no había exagerado en absoluto. En efecto, la helada era de las malas... malas,
pero eso no era inconveniente para que hubiera dejado todo de "un bonito
que pa qué". Blanco, blanco, estaba todo blanco; y era un blanco que no
era igual que el de la nieve, pues tenía muchos más reflejos y matices. Para el
niño Fortu y el niño Sixto aquello era un espectáculo único, un espectáculo que
ni en el mejor de los sueños podrían haberse imaginado. Pensaron incluso que no
volverían a ver nada igual en toda su vida. Y en este sentido, aunque no
acertaron del todo, casi... casi. Habría de pasar mucho tiempo hasta que, en
uno de los primeros años de la década de los 70, pudieron volver a ver algo
parecido.
Aquella
mañana de su infancia al niño Fortu y al niño Sixto les habría gustado salir
corriendo por las calles y por las afueras del pueblo para presenciar de cerca
absolutamente todo aquello. No pudieron hacerlo, porque su madre se lo impidió.
Según ella, en aquellas circunstancias y en aquellas condiciones no se podían
aventurar a salir a la calle sin riesgo de caerse y romperse algún hueso. Según
ella, cuando lo hicieran, debería ser con un calzado adecuado.
Tanto
el niño Fortu como el niño Sixto sabían que en casos así el único calzado que podía
ser medianamente adecuado eran "cholas con herraduras". Aunque ellos
sí tenían cholas, en aquellos últimos días éstas no tenían herraduras. Todo,
porque unos días antes o se les habían desgastado o las habían perdido, al
caerse los clavos que las sujetaba. Eso había hecho que ya en los días previos
hubieran “besado el suelo”, al resbalar y caer. Le habían pedido a su padre que
le pusiera herraduras nuevas a las cholas. Él se lo había prometido e incluso
había comprado las herraduras y los clavos pero, sin saber muy bien la causa,
lo había ido demorando.
Aquella
mañana de “la helada parda” los dos niños apremiaron al padre para que
cumpliera lo prometido. Para facilitarle las cosas, ellos mismos llevaron hasta
donde se encontraba su padre todo lo que éste necesitaba: la clavera, las
tenazas de carpintero, el martillo, las herraduras nuevas y las “puntas de
fuelle”.
Una vez
que el padre realizó el trabajo necesario, los niños se calzaron las cholas y
salieron a la calle. Pronto se dieron cuenta de que, a pesar de las herraduras,
debían andar con mucho cuidado, si no querían terminar con sus huesos en el
suelo. Pronto también, se unieron a un grupo de ocho o diez niños de la misma o
parecida edad que ellos. Juntos fueron buscando las edificaciones que tenían
los tejados más bajos. Parte de la mañana la pasaron entretenidos en golpear
los “caramelos” colgantes de los tejados, para que se soltaran de las tejas o
de los “refaldos” y que se hicieran añicos al caer al suelo.
Cuando
se aburrieron de hacer eso, se fueron a los “güertos” de los árboles que
estaban entre el pueblo y El Piñedo. Allí la diversión estaba en sacudir los
troncos de los negrillos más delgados, a fin de que de sus ramas se
desprendiera el “cenceño” que, al caer, dejaba el suelo completamente blanco y
algunas veces, también el cuerpo del niño que había golpeado el tronco del
árbol, si no se daba buena prisa para salir corriendo de debajo de él.
Cuando
se cansaron de lo que estaban haciendo en la arboleda de los negrillos, se
fueron hasta el embalse, que ese año estaba completamente lleno. En la zona
denominada el Cajastro su diversión estuvo en lanzar piedras para que,
cabalgando éstas sobre el hielo, llegaran a la orilla opuesta, hasta alcanzar
las rocas de El Pozón.
Ya
cerca de mediodía fueron a ver cómo estaba la laguna de Tesorredondo. Alguien
les había dicho que años atrás, y en un día similar a aquél, un mozo del pueblo
se había atrevido a cruzar la laguna, caminando sobre el hielo. Por el camino
los muchachos se iba preguntando si ese día el carámbano de la laguna sería lo
suficientemente gordo como para poder soportar el peso de una persona, sin
romperse. Cuando llegaron a la charca, lo primero que hicieron fue tantear en
la orilla. Con satisfacción pudieron comprobar que el carámbano aguantaba muy
bien su peso. Enseguida Sixto y un amigo suyo y de su misma edad, que era
"tan echao palante" como él mismo, comenzaron a expresar su decisión
de cruzar la laguna de un lado a otro, andando sobre el hielo. El niño Fortu,
algo mayor en edad y en sensatez que su hermano y que el amigo de éste,
consiguió convencerlos del riesgo que eso suponía y de que no debían hacerlo,
al menos hasta no haber comprobado antes bien el peso que podía soportar el
carámbano de la laguna.
De
todos los muchachos que componían el grupo, los dos más mayores en edad
aconsejaron poner en práctica algo de lo que ellos habían oído hablar y se lo
explicaron a los demás. Para poderlo hacer, algunos de los muchachos fueron al
pueblo y minutos después regresaron con lías y trozos de maroma. Otros buscaron
por las cercanías de la laguna. Volvieron con un viejo tablero, de los de los
carros, que habían encontrado, haciendo de puerta, en el “portillo” de una
cortina. Unieron entre sí las lías y los trozos de maroma, hasta conseguir que
todo el entramado tuviera una longitud mayor que el diámetro de la laguna. A
continuación ataron las lías al tablero. Después colocaron éste en una orilla
de la laguna y sobre el hielo, hecho lo cual pusieron sobre el tablero un peso
de piedras similar, según su criterio, al de una persona. Finalmente, y desde
la otra orilla, comenzaron a tirar de las cuerdas. Fue para toda la
chiquillalería una gran alegría, que celebraban con risas y con gritos de
júbilo, ver cómo el viejo tablero y su carga se desplazaban sobre el hielo y
cómo éste aguantaba el peso, sin dar muestra alguna de querer romperse.
El paso
siguiente fue hacer lo mismo pero cambiando la carga, que pasó a ser el amigo
de Sixto, que era el más atrevido de todos, además de ser el que menos pesaba.
Después se fueron turnando y repitieron la escena hasta que lo hicieron varias
veces todos los niños y quedaron satisfechos. Pero entonces ocurrió que algunos
de ellos, los más “echados para adelante”, comenzaron a decir que cruzar la
laguna así no era valentía ninguna, y que había que hacerlo sin ayuda; es
decir, andando sobre el carámbano.
Una vez
más el amigo de Sixto fue el primero en intentarlo y en conseguirlo, sin
aparente dificultad. Todos lo abrazaron y lo aplaudieron al llegar a la orilla.
El siguiente fue Sixto, el hermano menor del niño Fortu. El resultado no fue el
mismo. Cuando estaba en el centro de la laguna, el hielo comenzó a agrietarse a
su alrededor y a producir sonidos alarmantes. Él entonces se detuvo y quedó
como petrificado y sin atreverse a mover ni un dedo. Pasado el susto inicial,
comenzó a reflexionar. Era consciente de que allí no se podía quedar, pero
temía que, si se movía, el carámbano terminaría por romperse y él quedaría allí
atrapado. En principio el grupo de niños se quedó tan asustado y paralizado
como Sixto y fue entonces cuando el niño Fortu reaccionó con rapidez y con
eficacia. Dijo a su hermano que no se moviera. Tirando de las lías, hizo que el
tablero se situará al lado de su hermano Sixto. Entonces el menor de los dos
hermanos se subió al tablero y sobre él llegó a la orilla, arrastrado por sus
amigos que tiraban de las cuerdas.
El tió
Fortu, a sus casi 90 años, al recordarlo se preguntaba qué le habría ocurrido a
su hermano, de haberse roto totalmente el hielo o de no haber dispuesto a su
debido tiempo del tablero y de las cuerdas. Pensaba también que qué insensatos
somos algunas veces.
Patrocinio
Berrocal
EL
TIÓ FORTU — CUATRO
Era una
mañana de uno de los primeros días de diciembre. El tió Fortu, nada más
levantarse de la cama, hizo lo que hacía todas las mañanas: acercarse al gran
ventanal del comedor para ver qué aspecto tenía el día. Le alegró lo que vio.
No le importaba que a aquella hora todavía hiciera un frío de esos que ponen
rojas las manos y las orejas y la nariz. Eso lo dedujo porque, sin haber nevado
por la noche, los tejados que se veían desde su comedor estaban completamente
blancos. El tió Fortu estaba seguro de que conforme fuera avanzando la mañana
"la cosa cambiaría". Su larga experiencia le decía que ese día, sin
nubes y sin viento, alcanzaría, al menos al sol, una temperatura bastante
agradable.
Permaneció
en casa hasta unos minutos antes de "la hora del médico". Entonces
salió de casa y se dirigió al edificio anejo a lo que en su día habían sido las
escuelas y que era el lugar en el que pasaban consulta el médico y la
enfermera. Cuando él llegó, ya había en la sala de espera otras seis personas,
todas ellas de edad avanzada. "Todos viejos", pensó el tió Fortu.
"No quedamos más que viejos y cada vez menos", siguió pensando el tió
Fortu, “esto se acaba. Los viejos, por ley de vida, nos tenemos que ir. Niños, no
quedan. Como no ocurra un verdadero milagro, cosa que no creo, esto poco dura”.
Y
recordó entonces que allí mismo, en el lugar en que los otros viejos y él mismo
estaban sentados en esos momentos, hubo una época en la cual aquello era
"el recreo de los niños", un porche o patio semicerrado, en el cual
en esa época recordada habría habido un verdadero hervidero de niños. Recordaba
también que a él eso no le tocó, porque las escuelas que se hicieron donde
antes había estado el trinquete, se hicieron cuando él ya había dejado de ir a
la escuela. No obstante, eso no le impedía saber que allá por los años 50 y 60
del pasado siglo a aquella hora en que los otros viejos y él mismo estaban
sentados en la sala de espera del consultorio médico, allí mismo habría estado
jugando y gritando casi medio centenar de chiquillos. No dejó de recordar que
no lejos, donde ahora está "el bar de arriba", "el club de
jubilados" o "el tele club", como cada cual prefiera
denominarlo, había un idéntico lugar, en el cual habría habido otras tantas
muchachas.
El tió
Fortu no tuvo mucho tiempo para seguir recordando. Como él sólo había ido para
mirarse la tensión y eso lo hacía la enfermera, fue llamado enseguida por ella.
Salió
contento. Le había dicho la enfermera que, aunque picaba algo a alta, su
tensión podría ser considerada como normal, dada su edad. Eso hacía, según
ella, que no fuera necesario ningún tratamiento con medicamentos ni ninguna
dieta alimenticia especial.
Una vez
en la calle se sentó en uno de los dos bancos existentes al lado del
consultorio médico. No se estaba mal allí. El sol daba de lleno. Así y todo no
era su intención estar mucho tiempo en ese lugar. Si se había sentado, era sólo
porque había querido darse tiempo a sí mismo para decidir qué era lo que
finalmente debía hacer aquella mañana, hasta que llegara la ahora en que
"la parienta" lo llamara para comer.
No
tardó demasiado tiempo en decidirse. Iría dando un paseo hasta el cementerio y
regresaría al pueblo por el Camino Almendra.
Pasear
ahora por el Camino San Pedro es un placer, pensó. Ahora es ancho y está
totalmente hormigonado. Qué diferencia, siguió pensando el tió Fortu, con aquel
otro que no tenía más anchura que la existente entre las dos ruedas de un carro
y en el que no había otra cosa que piedras y barro.
Caminó
lentamente disfrutando de la soleada mañana y observando detenidamente todo lo
que había a uno y otro lado del camino. Ya cerca de la puerta enrejada del
camposanto el tió Fortu estuvo mirando durante unos minutos "los dos
cementerios", el nuevo y el viejo. A él el nuevo, al que consideraba como
el de los lujosos panteones, "nada le decía". Al fin y al cabo, él
allí no tenía a nadie de sus ascendientes. Así pues, su mirada se dirigió al
viejo, al de las viejas cruces, ya medio oxidadas, y los pequeños montículos de
tierra. Y se emocionó mucho más de lo que él mismo hubiera deseado. Allí sí
estaba su gente. Aunque entonces ya no quedaba nada que lo indicara, el tió
Fortu sabía los lugares exactos donde ya hacía muchos años habían sido dejados
los restos mortales de sus antepasados. Hacía tantos años que, siguiendo el
riguroso turno de enterramientos, en esos mismos lugares ya habían sido
enterradas otras personas. Y entonces el tió Fortu le surgió la pregunta: ¿por
qué se había hecho un cementerio tan pequeño? De haberse hecho de mayor
superficie, siguió pensando el tió Fortu, no se habría tenido que llegar a
abrir fosas para que éstas fueran ocupadas por otros difuntos.
La
verdad es que el tió Fortu tenía muchas dudas sobre todo lo relacionado con ese
cementerio y otros cementerios existentes anteriormente en Valdeperdice, así
como de otras formas de enterramientos.
Luisa
Román, la hija de Felipe el del tió Patrocinio, le habría podido decir, porque
para ello había investigado todo lo necesario, que hubo un tiempo, siglos
atrás, en que los valdeperdiceños eran enterrados dentro de la iglesia del
pueblo. También le habría podido dar datos sobre el cementerio exterior que
allá por 1834 se había hecho detrás de la iglesia (de cara a la casa de Juanito
y de la cortina de Serafín). Aunque el tió Fortu no sabía cuándo había
comenzado a existir ese cementerio anejo a la iglesia, ni cuándo había cesado
en sus funciones, sí recordaba aquel pequeño espacio, cercado por una pared de
poco más de 1 m de altura y hecha a mampostería con piedras de pizarra. Lo
recordaba como un recinto abandonado, lleno de malas hierbas, entre las que
destacaban cardos, ortigas y “cibutas”.
Luisa
Román le podría haber dicho que la ubicación actual del cementerio, en el
Llamero, data de la segunda década del siglo XX. Es cierto que lo que está
documentado es que en 1927 el cementerio ubicado en el Llamero, y que hasta
entonces era municipal, pasó a ser propiedad de la Iglesia, por cesión de la
corporación municipal. Lo que con eso no queda claro es cuánto tiempo antes
había sido construido, aunque no parece probable que fuera mucho.
El tió
Fortu esa mañana echó en falta en el cementerio viejo de el Llamero un
pequeño recinto adosado a él. El tió Fortu lo recordaba en la esquina "que
daba para adelante y para abajo”. Ese pequeño recinto adosado al cementerio
había servido para enterrar en él a los que se habían suicidado, a los que por
ese motivo la Iglesia no les reconocía el derecho a ser enterrados "en
lugar sagrado".
Recordando
esto último, el tió Fortu notó cierto malestar que recorrió todo su cuerpo. Los
pocos pelos que ya le quedaban "se le pusieron de punta", recordando
esos casos de suicidios habidos en Valdeperdices. Habían sido cuatro entre los
años 50 y principios de los 90 del siglo XX. Cuatro casos de suicidios en 40
años le parecían demasiados para una localidad de tan escasa población. Y eso
sin contar otros casos que llegaron a su mente como intentos fallidos de
suicidio, que también los había habido.
En esos
y en otros recuerdos, especialmente los referidos a sus familiares ya
fallecidos, gastó algunos minutos más el tió Fortu. Pero llegó un momento en el
que esos recuerdos sirvieran para que él se emocionara más de lo debido, según
su criterio; tanto, que las lágrimas comenzaron a pedir paso. Como el tió Fortu
no quería dejarse vencer por esos sentimientos, decidió largarse de allí.
Continuó
caminando hacia el Camino Almendra. Ya cerca de éste, dejó a su izquierda una
laguna o charca que ha sido hecha en los últimos años. Haciendo cálculos
visuales, le pareció que la laguna en cuestión podría estar ubicada en la
cortina que fue propiedad de Ricardo el de Presenta. Le llamó la atención que
el carámbano que se había formado durante la noche en la laguna, en ese momento,
medio derretido por el calor del sol, estaba rompiéndose; los trozos flotaban
sobre la superficie del agua como si fueran grandes nenúfares.
Ya en
el Camino Almendra, buscó un lugar en el que sentarse. Al no encontrar nada
mejor, lo hizo sobre la pared de la cortina de Eladio. Una vez allí sentado,
dejó volar sus recuerdos, aquellos que tenían algo que ver con el Camino
Almendra.
De
pronto se dio cuenta de que eran muchas las cosas que a lo largo de su vida le
habían acontecido en aquel camino y en sus alrededores. Sin saber muy bien la
causa, el episodio que recordaba con más precisión era uno que tenía que ver
con la molienda.
Aquello
tuvo que ser, pensó el tió Fortu, nada más terminar la guerra, pero ya muy
avanzado el otoño. Él entonces ya "había dejado de ir a la escuela",
pero todavía su padre no lo había dejado con la responsabilidad de hacer los
trabajos más exigentes en las faenas del campo y que estaban reservados a los
más mayores.
Una
mañana de aquel avanzado otoño sus padres le encomendaron la tarea de llevar un
costal de cebada al molino de Almendra. En Valdeperdices, hasta finales de la
década de los años 60 o comienzos de la de los 70, no había habido nunca
molino.
Para el
Fortu adolescente aquella mañana su trabajo consistía en conducir la burra,
valiéndose del ramal y caminando delante de ella. Lógicamente el costal de
cebada iba colocado sobre el lomo de la caballería y bien atado a ella con una
no muy gruesa maroma. No era ésa precisamente la forma más habitual que tenían
en su familia de llevar el grano al molino. Lo que solían hacer cuando
necesitaban harina, de cebada para los marranos o de algarrobas para las vacas,
era llevar en el carro varios costales llenos de esas semillas.
El tió
Fortu, a sus casi 90 años, ya no podía recordar por qué en aquella ocasión no
se hizo como de costumbre.
"El
caso fue, se dijo a sí mismo el tió Fortu, que aquella mañana de aquel avanzado
y lluvioso día de otoño salí de Valdeperdices conduciendo la burra, que iba
cargada con un costal de cebada, un costal de los de media carga, medida de
“cogüelmo". Antes de salir de casa mi padre y mi madre me habían dado
todos los consejos que consideraron oportunos y me habían avisado de todos los
contratiempos que se me podían presentar en el recorrido, tanto a la ida como a
la vuelta. Yo procuré seguir al pie de la letra todos esos consejos.
A la
ida no surgió ningún inconveniente y todo se desarrolló según lo previsto. Sin
embargo, al regreso "no fue así la cosa". Nada más salir de Almendra
y comenzar a subir la cuesta que allí había entonces, nada más dejar atrás la
fuente, el costal, seguramente porque no lo habíamos sujetado bien al cuerpo de
la burra, comenzó poco a poco recorrerse hacia atrás. Yo entonces temí que el
costal pudiera caerse por la parte trasera del cuerpo de la burra. Lo único que
se me ocurrió entonces para evitar que eso sucediera, fue detener la caballería
en su caminar y ponerla mirando hacia Almendra.
— ¿Qué
te ocurre, majo?
Eso fue
en lo que oí decir a un hombre de nuestro pueblo vecino, que estaba allí cerca
en una cortina, haciendo no recuerdo qué. Al parecer él me había visto desde
donde estaba y se había percatado de que yo tenía problemas.
— Que
se me va el costal para atrás — respondí yo.
—
Espera, que voy y te ayudo.
Y aquel
hombre de Almendra, al que yo no conocía de nada y que después nunca supe quién
había sido, hizo todo lo que era preciso para soltar las cuerdas, colocar
adecuadamente el costal sobre la burra, para terminar sujetándolo fuertemente
con la ayuda de la delgada maroma. Le di las gracias y continué mi camino.
Al
llegar a Las Estudas y sin que yo supiera la causa, la burra se espantó de
algo. Al hacerlo se salió del camino y fue a parar a un gran charco de agua y
lodo. Enseguida me di cuenta de que "la cosa se ponía fea". Tiré
fuertemente del ramal en un intento por hacer que la burra volviera al camino.
Muy pronto me di cuenta de que el animal lo estaba intentando; sin embargo, no
lo conseguía. Sus cuatro patas se habían hundido tanto en el charco embarrado
que le era imposible sacarlas.
Yo
entonces me puse muy nervioso porque no se me ocurría nada para poder hacer que
la caballería saliera de aquel atolladero. Lo único, y eso lo repetía una y
otra vez, era tirar del ramal para ver si ella hacía un esfuerzo mayor y
conseguía por sí sola salir de allí.
Pasaban
los minutos y el animal, cansado de intentarlo, desistió de su empeño. Entonces
yo comencé a mirar a mi alrededor, tratando de ver a alguien que me pudiera
ayudar, igual que antes lo había hecho el hombre del vecino pueblo de Almendra.
Pero por allí no había ni un alma. Pensé entonces que no tenía otra
solución que ir al pueblo en busca de ayuda. Pero también consideraba que era
muy arriesgado dejar allí sola la burra, aunque no supiera muy bien por qué.
En esas
estaba cuando vi asomar por la Raya de Almendra a un muchacho de Valdeperdices,
de mi misma edad, que venía caminando hacia mí. Ya antes de llegar a donde yo
estaba, comenzó a reírse "a mandíbula batiente" por lo que me había
ocurrido. Después, cuando llegó, y una vez que ya se había dado por satisfecho
con lo de la risa, decidió que había que hacer algo. Lo malo fue que ese algo,
tampoco él sabía en qué consistía. Finalmente tomamos la decisión de que él
fuera al pueblo a pedir ayuda, mientras yo me quedaba cuidando de la burra y en
especial de que no se echara en el charco, lo que habría hecho que el costal y
la harina se empaparan de agua.
Hasta
que llegó un grupo de hombres para ayudar, lo pasé muy mal. La burra, cansada
de estar en aquella situación, daba muestras de dejarse vencer y de querer
tumbarse sobre el agua y el lodo. Yo tenía que estar constantemente tirando del
ramal para que eso no ocurriera. Los segundos se me hacían minutos y los
minutos horas en aquella espera que a mí me parecía interminable, a pesar de
que, dada la escasa distancia de aquel lugar al pueblo, en realidad no sería
demasiada.
La
aproximadamente media docena de hombres, entre los que se encontraban mi
hermano mayor, llegaron pertrechados con palas. Con ellas y en menos que canta
un gallo retiraron el agua y el lodo que aprisionaban las patas de la burra. A
continuación ella, sin ningún otro tipo de ayuda, salió de allí.”
Cuando
el Tió Fortu terminó de hacer este recuerdo y antes de que su mente pudiera
llevarlo a algún otro episodio acontecido en el Camino Almedra, se le acercaron
varias mujeres que, procedentes del pueblo vecino, venían de hacer su diario
paseo, necesario para mejorar su estado de salud, por prescripción médica.
Animado por ellas y acompañándolas, regresó al pueblo.
RECUERDOS DEL TIO FORTU
5
Aquella
tarde de diciembre, nada más terminar de comer, el tió Fortu salió de su
casa... "como alma que lleva el diablo". Cómo le habría gustado a él
entonces, a sus casi 90 años, “haber dispuesto de las piernas” de cuando tenía
12 años, para haber salido corriendo, saltando y brincando "a
tometer". Pero ya a su edad, “aunque no me puedo quejar”, sus piernas ya
no eran lo que habían sido y, aunque todavía podría ser la envidia de sus
vecinos de la misma edad, porque podía permitirse el lujo de dar paseos... de
saltar y de correr… ya nada de nada.
Si el
tió Fortu aquella tarde salió de su casa como salió, fue debido a que durante
casi una semana el cielo se había puesto "emberronao” y no había hecho
otra cosa que llover y llover, aunque no hubiera caído mucha agua. Pero aquel
día, a media mañana, todo había comenzado a cambiar. Ya a mediodía habían
terminado de desaparecer las nubes y lucía un radiante sol. El tió Fortu
decidió que debía aprovechar la ocasión para estirar las piernas y para
disfrutar de aquella buena tarde, poco habitual, según él, en esa época del
año.
Y
decidió dar un paseo, caminando por el Camino Muelas. Al hacerlo, tenía temores
y esperanzas. Temores, porque con frecuencia el mencionado camino tenía
piedrecitas sueltas de canto rodado que las ovejas levantaban al caminar por
él. Eso era bastante molesto para los pies. La esperanza de que eso no
ocurriera estaba basada en que aquella misma mañana desde su casa había visto
cómo pasaban por ese camino dos tractores. Consideraba el tió Fortu que en esa
ocasión, al estar el suelo algo húmedo, las piedrecitas estarían aplastadas y
hundidas dentro de la tierra, por el peso de las ruedas de los tractores.
Después
resultó que sus esperanzas se cumplieron y que pudo caminar sin problema alguno
por ese camino denominado por los valdeperdiceños como “carretera de
concentración parcelaria”.
Al
salir del pueblo por esa zona y ver las edificaciones semiabandonadas de la
derecha del camino, recordó que en algún tiempo todo aquello habían sido eras
privadas. Y pasaron por su mente las imágenes de Ventura el de Juliana, de
Florentino el de Laurentina y de Felipe el de María Inés (el también
conocido como Felipote).
Ya
subiendo la cuesta, recordó que en aquel lugar durante bastantes años había
habido pajeras, como también las había habido en otros lugares como el Ejido y
Tesorredondo. Las pajeras no eran otra cosa que montones de paja de trigo o de
cebada que hacían los valdeperdiceños con la que no les cabía en sus pajares.
Esa paja solía ser la primera que se utilizaba, antes de que fuera deteriorada
por la lluvia. Se usaba preferentemente para la lumbre y para que sirviera como
camas para los animales. Alguna de ella terminaba convirtiéndose el estiércol.
Y sin
que el tió Fortu lo pretendiera le llegaron las imágenes de Antonio el de
Alejandra (el también denominado por muchos como el tío Antoñete). En esas
imágenes Antonio el de Alejandra se le presentaba cazando pardales con pajareras
en las pajeras de Tesorredondo, por donde ahora vive Serafín el de Eleuteria. Y
el tió Fortu se sonrió pensando qué opinarían de esto algunos de los llamados
por él mismo como ecologistas domingueros. Seguramente se rasgaría las
vestiduras por el hecho de que, según su criterio, fuera una crueldad
innecesaria matar a los pajarillos de ese modo.. El tió Fortu consideraba, sin
embargo, que aquello que hacía Antonio el de Alejandra, y que hacían muchos de
sus convecinos en Valdeperdices años atrás, no suponía daño alguno a la
naturaleza, como había quedado bien demostrado, dado que aquello jamás causó
ningún tipo de extinción para los animales víctimas de ese tipo de caza. Otras
serían después las causas (insecticidas, herbicidas, desmontes que eliminaban
lugar de refugio o de nidificación) las que después, con el paso de los años,
habían ocasionado grandes daños a animales y plantas, muchas veces ya
irreversibles.
Una vez
pasó la zona en la que en su día había habido pajeras, el tió Fortu se limitó a
caminar y a disfrutar con la vista de lo que había a su alrededor. De vez en
cuando se detenía para mirar hacia todos los lados. No era mal observatorio
aquel. Cierto que podría haber visto más cosas si se hubiera llegado hasta el
Cerro las Cumbres, pero lo que se veía desde el Camino Muelas tampoco estaba
nada mal.
Desde
allí pudo contemplar los grandes molinos, como enormes gigantes de tres brazos
y ojos relucientes de cíclope, instalados por alguna compañía eléctrica en la
zona de El Sierro y también en cerros cercanos a Villaflor. Desde allí podía
ver también, medio confundidos en color con el cielo, los cerros situados al
otro lado del embalse. De modo muy parecido, los jarales de Las Fuentes. A su
izquierda y más cercanas se veían zonas de El Seis y de El Siete, El Montico ,
Las Coronas y El Valle.
Eso fue
haciendo hasta llegar a "La Senara la Iglesia". Y entonces recordó
que poco después de pasar el bacillar de Benjamín el de Florencia, y a la
derecha del camino, había una tierra que era propiedad de la Iglesia y que ésta
durante bastantes años la tuvo arrendada a un agricultor de Almendra. Recordó
también que, aunque él eso ya no lo conoció, oyó alguna vez decir que, cuando
allá por 1923 se compró a Dª. Victoriana Villachica las tierras de El Término,
había habido cierto enfrentamiento entre los vecinos de Valdeperdices con el
cura, que por entonces era don Santiago Sastre. Todo, porque los vecinos del
pueblo no querían que la Iglesia, como institución, participara en la compra de
aquellas tierras, como si de un vecino más se tratara. Según los que le habían
contado eso al entonces joven Fortu, en aquella ocasión la Iglesia "se
había salido con la suya" y había adquirido un trozo de terreno que
después sirvió para que a ese lugar se le conociera como "Senara de la
Iglesia". Y entonces a la mente del tió Fortu llegaron las imágenes de
otras propiedades de la Iglesia en Valdeperdices que él ya había conocido bien.
Eran: la casa del cura y dos cortinas. La primera de ellas el tió Fortu nunca
la conoció habitada por ningún sacerdote, que en aquellos años ya vivía en
Almendra; sí, en cambio, habitada por otras personas a las que el cura se la
arrendaba. De las cortinas una era aneja a la vivienda. La otra estaba situada
a la salida del pueblo y durante muchos años la cultivó, arrendada, Manolo, el
conocido como Roquito.
Antes
de llegar a las Eras del Campo, el tió Fortu giró a la izquierda, para regresar
al pueblo por lo que había sido la cañada de La Majada y que ahora es una
carretera de concentración parcelaria, que no hace muchos años fue asfaltada.
Antes
de llegar a Valdelamor se paró unos minutos, para descansar y, como tantas
veces, para recordar hechos que a él le habían acontecido allí, siendo niño o
adolescente. En esta ocasión fueron dos los hechos recordados. Los dos tenían
que ver con las ovejas.
El
primero de ellos había acontecido en una fría mañana de invierno, seguramente
en los días de Navidad. El tió Fortu dedujo que debería de haber sido por esas
fechas, porque de lo contrario él a aquella hora debería haber estado en
la escuela. Lo que recordaba el tió Fortu era que aquella mañana su madre, por
deseo de su padre, le había mandado que fuera a La Majada a cambiar el corral
de las cancinas. Debe decirse que no era nada habitual que en aquella época del
año esos animales pernoctaran a la intemperie. Lo habitual era que pasaran la
noche en las tenadas. Sin embargo, en aquella ocasión los padres del muchacho
Fortu tenían una "punta de cancinas" a las que dejaban pernoctando en
una tierra de las que "iban a dar a la cañada de La Majada".
Seguramente eso sería debido a que no les cabrían en las tenadas, ocupadas
éstas por las ovejas de vientre, “emparejadas” o preñadas.
"El
caso fue, recordaba ahora el tió Fortu a sus casi 90 años, que aquella mañana,
cumpliendo lo ordenado por mis padres, fui caminando hasta el lugar donde
estaba el corral de las cañizas. Lo que tenía que hacer, en teoría, no era nada
demasiado complicado. Total, mover las cañizas, una a una, de un lado para
otro, hasta formar con ellas un nuevo recinto de forma cuadrada en un lugar
nuevo y contiguo al anterior. Pero claro, la teoría era una cosa y la práctica
otra. Para empezar, a mí entonces "no me acompañaban las fuerzas" y
tenía serias dificultades para "cargar con una cañiza" y no digamos
nada para cargar a la vez con una cañiza y con el tajo correspondiente, como
hacían los mayores. Yo tenía entonces asumido que debía llevar primero el tajo,
para después ir a buscar la cañiza, que colocaría en el tajo y que finalmente
sujetaría a la anterior, juntándolas por las pernillas, valiéndome para ello de
una corra de alambre.
Con
muchas dificultades y esfuerzo, porque el peso de las cañizas era demasiado
para mis escasas fuerzas, fui llevando y colocando en el lugar correspondiente
algunas cañizas y algunos tajos. Pero enseguida me comenzó a ocurrir algo con
lo que yo antes no había contado. Las manos se me comenzaron a entumecer y a
quedar insensibles. No era nada extraño que eso ocurriera. Hacía un frío que
pelaba. Además las tablas de las cañizas estaban cubiertas de una fina capa de
hielo. Tuve que abandonar el trabajo momentáneamente. Debía hacer que las manos
recobraran la sensibilidad. Para ello las metía bajo la ropa del pecho y las
flotaba sobre mi cuerpo y también entre ellas. Cuando conseguía que estuvieran
de nuevo disponibles, volvía al trabajo que cada vez se me hacía más difícil. Y
así una y otra vez, porque, con sólo llevar una cañiza o un tajo, las manos
volvían a las andadas de quedarse insensibles. Finalmente, cuando me quedaban
sólo dos cañizas y sus correspondientes tajos por colocar, tuve que renunciar a
terminar el trabajo. ¿Después? Seguramente volvería por la tarde a completarlo.
También recuerdo que como consecuencia de aquello en los días siguientes mis
dedos lucieron unos buenos sabañones que picaban de lo lindo".
Lo del
cambio del corral de las cañizas que el tió Fortu, ahora a sus casi 90 años,
recordaba, había acontecido en una tierra situada al lado izquierdo de la
Majada, viniendo de las Eras del Campo. Aquella tarde el anciano recordó
también que del lado de la derecha, y seguramente el mismo año, sólo que ya
cerca del verano, le había acontecido algo que para el niño o adolescente Fortu
había tenido consecuencias bastante desagradables.
"En
aquella ocasión, continuó recordando el tió Fortu, yo andaba de ayuda con mi
padre. No recuerdo muy bien, maldita sea esta niebla que se me pone delante, si
eso era así porque yo entonces ya había dejado de ir a la escuela por la edad,
o porque mi padre me había "sacado de ir a la escuela", porque me
necesitaba para que le ayudara en el cuidado de las ovejas. El caso fue que un
día, por la razón que fuera, mi padre hubo de ausentarse y me dejó a mí solo
con el ganado en las Eras del Campo. Según él, lo único que debía hacer
yo aquella mañana era estar un poco más con las ovejas en aquellas eras donde
"no había nada que cuidar". Después, cuando yo notara que se querían
amarizar, debería llevarlas por la Majada hasta el pueblo, para que sestearan
en las tenadas.
Después
y en principio todo fue bien. Lo malo fue que ya cerca de Valdelamor el perro
se me largó con una perra "que andaba a perros". Y entonces ocurrió
lo que tenía que ocurrir, que las ovejas, al no disponer yo de perro, se me
envalentonaron y “se me apoderaron”. No pude impedir que se metieran en un
melonar de los que había al lado derecho de la cañada. Las plantas de sandía y
de melón eran entonces pequeñas y a las ovejas les costó poco arrancar
prácticamente todas. El melonar quedó completamente inservible. Recuerdo que mis
padres tuvieron que abonar los daños".
Tratando
de recordar, sin conseguirlo, qué le habían hecho a él sus padres por lo que
éstos consideraban como un descuido del muchacho, el tió Fortu continuó su
paseo hacia el pueblo, bajando por Valdelamor.
(Patrocinio Berrocal)
RECUERDOS DE EL TIÓ FORTU —
SEIS
Era un
día de enero, ya pasados los Reyes. Sin que el tió Fortu acertara a saber la
causa, ese día, en lo relacionado con la temperatura, "había salido"
mucho mejor de lo que en principio se podría esperar, dadas las fechas.
"De éstos, pocos en esta época del año", pensó él. Como "había
que aprovechar", el tió Fortu decidió salir a dar un paseo, nada más haber
terminado de comer. En esta ocasión lo hizo por el antiguo Camino Zamora, por
el lugar que los valdeperdiceños llaman las “sorretinas”.
Dejó a
la derecha viviendas ya casi totalmente derruidas, las que habían sido del tío
Andrés y de Asela. Se le hizo un nudo en el estómago, al pensar que no mucho
después de que el "estirara la pata", algo parecido ocurriría con su
propia vivienda.
A la
izquierda quedaban algunas de las solanas de la zona alta del Piñedo.
Seguramente aquella tarde "allí arriba se estaría de puta madre",
siguió pensando. Él ya, a sus casi 90 años, no se sentía con fuerzas para subir
allí. Además aquella tarde, aunque hubiera sido capaz, tampoco lo habría hecho.
Debía caminar todo lo que sus piernas se lo permitieran.
Al
llegar al Camino Palacios tuvo la tentación de continuar por Traslacuesta, pero
no se atrevió. Sabía que ese camino terminaba por cortarse al llegar a la
huerta de Inocencia. Podría ocurrir que, una vez allí, no pudiera pasar sin
riesgo de atollarse. No era difícil que eso pudiera ocurrir, debido a que en
los días anteriores había llovido bastante.
Así
pues, optó por subir por el Camino Palacios, ahora ya asfaltado. Cuando llegara
arriba, pensó, giraría a la derecha, para continuar por los Llanos hacía la
Cañada de las Merinas. Una vez allí, regresaría por la Peña.
Así lo
hizo. Una vez en el pequeño promontorio rocoso, dejó el camino de Concentración
Parcelaria y se puso del otro lado, donde daba el sol de plano. Sí señor,
pensó, buena solana era aquella. Y allí fue donde decidió sentarse a descansar,
a calentarse al sol y a dejar que sus pensamientos no llevaran a donde
quisieran.
El
hecho de saber que frente a él, a la derecha del Montico, estaban las naves de
ganado de Atanasito y de David, le hizo pensar en la gran diferencia existente
en la manera de cuidar del ganado "de antes y de ahora".
Eso
hizo que sus pensamientos retrocedieran bastantes décadas. Y así se vio a sí
mismo, siendo todavía un adolescente, "un muchacho" decía él, yendo
"de ayuda" con su padre.
No muy
lejos de allí en cierta ocasión el tío Severiano, su padre, y él estaban
cuidando del ganado de ovejas de su propiedad. Había sido una primavera muy
seca. No había llovido prácticamente nada. Eso había hecho que hubiera muy poca
hierba para los animales. Los pastores se veían obligados a introducir el
ganado en lugares de difícil acceso o de dimensiones reducidas, donde
poder encontrar algunas matas de hierba, para que comieran las ovejas. Una
tarde en que éstas no hacían otra cosa que "berriar”, pidiendo la comida
que no tenían, su padre decidió meterlas en una estrecha finca, rodeada ésta
por otras cultivadas con algarrobas. En esa estrecha tierra sí había hierba,
aunque no fuera mucha. Eso era así porque no era nada fácil acceder a ella;
había que hacerlo por un estrecho camino a cuyos lados había también fincas
cultivadas.
Llevándolas
“acordonadas” y casi corriendo, padre e hijo, con la ayuda de los perros,
hicieron que las ovejas recorrieran en pocos segundos el camino que llevaba a
aquella tierra que tenía algo de pasto.
En los
primeros minutos las ovejas se entretuvieron en comer la no mucha hierba que
allí había. Pero ocurrió que, una vez que se acabó la hierba existente, las
“mecas” continuaban teniendo hambre, por lo que comenzaron a quererse
introducir en las tierras cultivadas, para saciar su hambre con las plantas de
algarrobas, cuyas vainas en aquellos días ya estaban granadas.
Con la
“cacha”, a pedradas, a terronazos y con la ayuda de Rubio, el perro, Fortu
trataba de impedir que las ovejas entraran a comerse las algarrobas. El perro
mostraba intenciones claras de no querer conformarse con ladridos para mantener
a raya a las ovejas en su intento por entrar a comer en el sembrado. Fortu en
ese sentido debía frenar al perro en su intento por morder, pues sabía que el
perro “tenía dinamita en los dientes”. Oveja a la que mordía Rubio, o quedaba
malherida o moría. Todos decían que aquel perro era demasiado fuerte y que
además mordía en muy malos sitios.
En un
momento dado las ovejas "quisieron apoderarse" y un grupo bastante
numeroso de ellas entró en la zona de las algarrobas. Entonces Fortu ya no se
aguantó más y mandó al perro que atacara. Y eso fue lo que éste hizo
rápidamente y del modo en el que lo solía hacer; es decir, a lo bestia.
Tras
morder Rubio a varias ovejas que, asustadas, salieron huyendo del sembrado, el
perro se lanzó en un nuevo ataque contra la única oveja que en aquellos
momentos quedaba comiendo en la finca de las algarrobas. La mordió en el
pescuezo y la dejó muy malherida.
En
algunas ocasiones las ovejas que eran mordidas por los perros en las gorjas, se
desangraban y morían, pasados no muchos minutos. Sin embargo, en aquella
ocasión no hubo demasiado derramamiento de sangre y la oveja, aunque debilitada,
siguió al rebaño durante todo el día.
A la
mañana siguiente, al llegar al corral de las cañizas, Fortu y su padre la
encontraron muerta. Después alguien les dijo que a la oveja se le habría
infectado la herida, se habría inflamado el pescuezo y eso le habría oprimido
la garganta hasta no dejarle respirar.
Su
padre en aquella ocasión se tuvo que conformar con despellejarla. Si hizo eso,
fue porque en aquellos años la piel de las ovejas "valía un dinero".
La carne sin embargo, la dejó allí para que se la comiera los buitres; ya olía
mal.
Eso de
que las pieles de las ovejas en aquellos años “valieran un dinero” trajo
a la memoria del tió Fortu las imágenes de los pellejeros, anunciándose por las
calles del pueblo, llevando a sus hombros o a sus espaldas las pieles ya
adquiridas.
Y de
esas escenas recordó dos en especial. Durante aproximadamente media docena de
años dos de los pellejeros que solían ir por Valdeperdices, eran hermanos y,
por lo que fuera, "no se llevaban bien".
En una
ocasión el tió Fortu, entonces ya adulto, presenció cómo uno de los dos
hermanos insultaba de muy malas maneras al otro, que se limitó a abandonar el
lugar y el pueblo, dejando lo de la compra de las pieles para mejor ocasión.
No
pasados muchos días, volvió por el pueblo aquel de los dos hermanos que en la
ocasión anterior había sido insultado. Y entonces varios valdeperdiceños lo
animaban a que contara los motivos de desavenencia con su hermano; le tiraban
de la lengua y lo "encismaban", para que hablara mal del otro. No
consiguieron que "soltará prenda". Como quiera que los
valdeperdiceños mostraran su extrañeza por ello, el pellejero se limitó a
decir: yo nunca hablaré mal de mi hermano; quien eso hace, habla mal de sí
mismo, porque sabido es que por mucho que salte la astilla, nunca llegará muy
lejos del madero.
No
había terminado de recordar lo relacionado con los hermanos pellejeros cuando,
sin él saber la causa, el tió Fortu notó que llamaba a la puerta de sus
recuerdos el Tió Procopio el pastor.
El Tió
Procopio era ya un anciano cuando el tió Fortu era sólo un muchacho de unos 14
años. Ahora el tió Fortu, a sus casi 90 años, se sonreía al pensar que en
aquellos años se consideraba ya como un anciano muy anciano a alguien que no
tenía más de 60 años. Y pensaba también que eso ahora habría sido diferente.
Pues
bien, el Tió Procopio a sus 60 años ya no trabajaba de forma continuada en su
profesión. Antes sí. Se solía ajustar con algún "amo", propietario de
algún rebaño de ovejas, durante todo un año, de San Pedro a San Pedro. Pero ya
hacía dos años que había comenzado a tener problemas de salud. En el mal tiempo
"cogía unos catarros que pa qué". Eso hacía que sólo aceptara algunos
trabajos por cortos períodos de tiempo, generalmente en los meses del año en
los que hacía más calor.
Y así
fue como unos días después de lo de la oveja “agorjada” por el Rubio, la madre
del muchacho Fortu ajustó al Tió Procopio como pastor por unos días, debido a
que su marido "andaba macanche", porque en el pueblo había algo de
“andacio”. Así fue como durante aproximadamente una semana el Tió Procopio, con
la inestimable ayuda de Fortu, cuidó del rebaño de ovejas del tío Severiano, el
padre del muchacho.
El Tió
Procopio tenía fama de haber sido un muy buen pastor, al que todos los amos
querían para que cuidara sus ovejas y que, en consecuencia, siempre había sido
uno de los que más cobraban por su trabajo, a pesar de que eso también siempre
había sido bien poco.
Lo
único que se le solía objetar al Tió Procopio era que en algunas ocasiones muy
excepcionales, de gran escasez de pasto, era demasiado atrevido para meter a
pastar a las ovejas en lugares no debidos, por prohibidos. Eso hacía que
después, en el caso de que eso fuera descubierto, los dueños del ganado
tuvieran que pagar la correspondiente sanción económica.
En esa
semana en la que el Tió Procopio el pastor actuó como tal para el tió
Severiano, el padre de Fortu, una noche, cuando pastor y zagal intentaban
meter las ovejas en el corral de las cañizas para que pernoctaran, las
reses se negaban a obedecer las órdenes. Esto fue interpretado por el Tió
Procopio como una clara muestra de que los animales no querían encerrarse,
debido a que tenían hambre. Fue entonces cuando el pastor le dijo al zagal:
— No
podemos encerrar las ovejas así.
— ¿Así,
cómo?
— Sin
haber comido lo imprescindible.
— ¿Y
qué podemos hacer?
—
Meterlas donde sea, para que coman.
— ¿Y si
nos pillan?
— Es un
riesgo que tenemos que correr.
En
aquellos años los valdeperdiceños durante cierto tiempo mantenían acotadas al
pastoreo algunas zonas comunales, así como aquellas fincas privadas que,
estando en la hoja de los sembrados, no se hubieran cultivado. Todo ello se
conocía como los "labraos".
El Tió
Procopio sabía que no muy lejos del lugar donde iban a encerrar las ovejas
había un “labrao”. Era una finca particular no sembrada ese año, situada entre
otras tres cultivadas y un camino. A criterio de el Tió Procopio la finca en
cuestión no tenía un demasiado difícil acceso para el rebaño. Al no haber sido
pastoreada, en aquellos días tenía "muy buena comida", principalmente
“alverjacas y reventón” con las vainas ya granadas.
Dicho
lo dicho, el Tió Procopio obligó a las ovejas para que entrara en el corral.
Fortu no entendía nada. Si el Tió Procopio había dicho que iban a llevar las
ovejas a comer la hierba del labrao, ¿para qué las metía en el corral?
El Tió
Procopio lo hacía para allí dentro poder hacer algo que él consideraba
necesario. Eso era quitar a media docena de ovejas las cencerras que llevaban
en sus pescuezos. Era una medida necesaria para no hacer demasiado ruido y así
poder cometer la infracción sin ser descubiertos.
“Descencerradas”
las ovejas y haciendo el menor ruido posible, se encaminaron al “labrao”.
Tal
como el tió Procopio pensaba y decía, no le fue demasiado difícil a pastor y
zagal, lógicamente con la inestimable ayuda de los perros, hacer que las ovejas
llegaran al lugar de destino. Una vez allí, las “mecas” se dieron buena prisa
en llenar la panza con aquellas tan nutritivas hierbas.
Cuando
el tió Procopio consideró que por aquella noche las ovejas ya habían tenido
tiempo suficiente para satisfacer su hambre, decidió dar por terminada la
excursión nocturna por lo prohibido. En consecuencia, comenzó a hacer lo
necesario para abandonar el lugar. Fue entonces cuando, sin saber de dónde
había salido, hizo acto de presencia el guarda.
- ¡Qué,
tió Procopio!¿Haciendo de las suyas?
El tió Fortu, a sus casi noventa años, ya no recordaba el nombre de aquel
guarda. Sí, que en aquellos años los valdeperdiceños todos los años ajustaban
un guarda para que cuidara los sembrados y los pastos acotados. También
recordaba que a aquellos a los que el guarda sorprendía cometiendo una
infracción, tenían que pagar una multa.
Del guarda que los sorprendió aquella noche el Tió Fortu recordaba que era un
mozo que no era natural de Valdeperdices y que procedía de un pueblo no muy
distante y situado al otro lado del río Esla.
También
recordaba el tió Fortu que, según le había dicho su padre, “la broma de la
entrada en el labrao le había salido basta
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RECUERDOS DEL TÍO FORTU - 7
Era
un domingo de primeros de marzo. Antes había habido bastantes días en los que
el tiempo había estado "emberronado", con sacudidas de lluvia, frío y
viento.
Era lo
que “los del tiempo” en televisión habían denominado como una ciclogénesis
explosiva. Menos mal, decía el tío Fortu, que ya había “escampao”. Quiso
aprovechar la buena mañana de este domingo de marzo para "darse una vuelta
hasta el río". Le habían dicho que "estaba bastante alto". No
como antiguamente que, cuando se ponía a su máximo nivel, llegaba hasta las
casas del pueblo. En esta ocasión quiso comprobarlo por sí mismo. Cruzó casi
toda la localidad y no vio a nadie por las calles. Sólo se oía el silencio. Un
silencio que, por ser tan intenso, casi se hacía molesto.
Al
llegar a la plazuela de "delante de la casa que fue de Vicente el de
Clara”, miró a la derecha y vio el triste espectáculo que presenta ahora
aquello que antes fueron los huertos. Lo que en tiempos fue una bella arboleda
de negrillos, ahora no es otra cosa que un amasijo entremezclado de arbustos
enmarañados, de los que destacan garzas y tacales (saúcos) y de los
que sobresalen, cual brazos esqueléticos, como pidiendo ayuda al cielo, las
ramas secas y putrefactas de los últimos negrillos que se atrevieron a
enfrentarse a la inmisericorde grafiosis.
Ya
llegando a la calle Gadaña, cuyo rótulo vio en la pared de las tenadas de
"Manolo el de Upe", escuchó el canto no demasiado armonioso de aves.
El tío Fortu conocía bien ese canto. Le recordaba en algo al de las abubillas y
también al de los cucos. Pero tenía otros matices. Él sabía que ese canto que
procedía de los huertos lo emitían unas palomas, ¿o son tórtolas?, que en los
últimos años se han extendido como la pólvora y a las que todo el mundo denominada
como las turcas. Pensando en esto estaba, mientras continuaba su paseo. Fue
entonces sorprendido por los estridentes ladridos de los que, según él, eran
los “perruchos de Roquito”.
Los
pequeños perros de caza ladraban amenazantes desde los cobertizos en los que
los tiene encerrados su dueño, a la vez molestos por la presencia detectada de
humanos, y también seguros de sí mismo por la protección que para ellos suponen
los cobertizos. El tío Fortu no pudo menos que sonreír al pensar que esos
perruchos, en esos momentos tan desafiantes y seguros de sí mismo por la
protección que tenían, seguramente, de estar fuera, en la calle, saldrían
huyendo como alma que lleva el diablo a la menor amenaza que se les hiciera.
Nada
más haber dejado atrás lo que en su día fue la vivienda de Benito y de Atilana,
los canes se callaron. Volvió de nuevo el silencio. Algunos minutos después
casi se alegró de oír un leve murmullo del que al principio desconocía su
procedencia. Después lo identificó como el ruido que hacía el agua del arroyo
al caer, en forma de pequeña cascada, en la represa artificial hecha años atrás
frente a la cortina de Segismundo. Poco después el tío Fortu llegó a lo que
había sido la cortina de Victoriano. Y entonces los recuerdos llegaron a su
mente de forma atropellada, en grupo, y empujándose unos a otros. El tío Fortu
trató de calmarlos y de ponerlos en orden. Recordó en primer lugar que tiempo
atrás el agua del embalse casi llenaba la cortina. Algunas veces, por portillos
hechos en la pared de piedra de pizarra, se metían los peces. Él recordaba
especialmente las carpas. Y recordó que en más de una ocasión, cuando
bajaba bruscamente el nivel de las aguas, algunas carpas quedaban allí
atrapadas, lo que suponía una gran alegría para aquellos que, no sin esfuerzo,
se disponían a atraparlas. No tuvo el tió Fortu nada más que levantar la vista
y mirar hacia el otro lado del arroyo para reconocer que eso mismo ocurría a
veces del otro lado, en las cortinas de Aureliano y de Benjamín el Rodero. Y
una vez más el tío Fortu volvió a recordar con esto de “El Rodero” que qué
ganas tenían los de nuestros pueblos vecinos con eso de poner motes. Y al
recuerdo del tío Fortu llegaron los motes con los que también habían llegado
muchos de los que, procedentes de Almendra, Palacios o Andavías, se habían
casado en Valdeperdices: Benjamín el Rodero, Ángel el Torda, Juan el Reculo,
Pepe el Miguelatos, Alejandro el Putica, Francisco el Chato….
El tío
Fortu recordó también a todas las mujeres ( niñas y ancianas) que a ese lugar iban
a lavar. Y las recordó especialmente en invierno, con el agua fría y las manos
rojas. Algunas veces ellas debían romper el hielo antes de poder comenzar a
lavar. Y a la mente del tió Fortu llegaron las banquillas, los lavaderos, los
panales de jabón…
Recordó
que una vez, siendo adolescente, corriendo por encima de la pared, había
perdido el equilibrio y había caído al agua. Ésta, como era invierno, estaba
muy fría. Riesgo no hubo ninguno porque la profundidad era escasa y el agua
sólo le llegó hasta la rodilla. Eso sí, tuvo que soportar la risa y la burla de
sus amigos. Todo terminó con una rápida carrera hasta su casa para cambiarse lo
que se había mojado, que había sido casi todo.
Quiso
acercarse a Tralpiñedo. Antes de llegar, las junqueras le hicieron recordar que
aquel trozo de prado, al igual que la explanada próxima a Tralpiñedo, habían
sido escenario de las capturas, ya entonces ilegales, de las carpas que
"andaban al celo", a las que mataban algunos valdeperdiceños a golpe
de guinchas o purrideras. Eran principalmente carpas casi negras, o casi
blancas, parduscas, jardas, o coloradas. Recordó también que a veces los
que capturaban carpas de esa guisa eran a su vez capturados por los guardias o
guardiñas, que los sancionaban con importantes multas. Y recordó también que,
para evitar esto, muchas veces los valdeperdiceños pescadores habían de salir
huyendo, "pies para qué os quiero", por Tralpiñedo, el Cajastro o las
Estudas.
Echó
una ojeada al regato, antes completamente limpio, y ahora ocupado por
agavanceras, zarzales, algún tacal (saúco) y, en el centro, todo lleno de
bayones. El estado de éstos, medio deshechos en sus extremos, le recordó
animales pelechando.
Iba con
la intención de cruzar al otro lado del arroyo. No se atrevió a hacerlo. Consideró
que podía caerse en aquellas piedras, según él, poco bien colocadas. Al volver
sobre sus pasos, fue sorprendido por un ruido, como un fuerte chapoteo. Lo
había hecho un "gran pajarraco", como si se tratara de una polla de
agua gigante. El tió Fortu no sabía que era un cormorán. Esos
"pájarotes", pensó, "antes no andaban por aquí".
Ya
antes de lo del ruido del cormorán, el silencio estaba roto por el ruido que en
aquel lugar hacía el agua al caer desde las tuberías de los desagües del
pueblo.
Decidió
continuar hacia El Cajastro. Fue entonces cuando se levantó algo de viento. El
suficiente como para que el sonido de esa brisa al chocar sobre su rostro se
mezclara con el que hacía el agua al caer desde los desagües al regato. Fue
también entonces cuando, mirando a su izquierda, se percató del estado en el
que se encontraba la cortina de Alejandro el Putica, aquella que ya hacía
varias décadas había hecho Alejandro en lo que se consideraba como tierra de
nadie. Ahora la maleza lo ocupaba todo. Miro al otro lado, hacia el regato;
también estaba todo aquello lleno de zarzas y tacales. Pero eso no llamó su
atención. Sí lo hizo en cambio un grupo de cardos, considerados por él como muy
especiales, unas plantas que el tió Fortu nunca había sabido cómo se llaman. Son
plantas que, una vez secas, presentan al final de su ramas unas bolas parecidas
a un huevo de gallina y que tienen la particularidad de poseer infinidad de
celdillas. El tió Fortu recordó que siendo niño, él y sus amigos utilizaban
aquello a modo de hisopo, para jugar a mojarse unos a otros. También llegó a la
mente del tió Fortu algo que le aconteció una vez en su niñez. Era un día
festivo. Su grupo de amigos y él habían estado jugando a mojarse en la zona de
Tesorredondo y en el Chapazal. Cansados del juego, descendieron por la orilla
derecha del regato hasta llegar a El Plantío. Desde allí vieron que en una de
las solanas altas de El Piñedo había un grupo de mozas endomingadas. Alguien lo
sugirió y todos los demás estuvieron de acuerdo. Cargaron sus hisopos
improvisados con la líquida munición en el regato y con la mayor cautela
posible, para que el agua no se cayera, ascendieron el Piñedo por la zona del
Camino Zamora. Una vez arriba, fueron a situarse por detrás y por arriba de la
solanera en la que se encontraban las mozas endomingadas. A una señal antes
convenida, todos sacudieron sus hisopos a la vez sobre los cuerpos de las mozas
que, pasado el susto inicial, emprendieron una rápida carrera, tratando de
pillar a los muchachos, para darles su merecido. Los chiquillos corrieron más
que las mozas y escaparon huyendo hacia Tralpiñedo. Pero no todos. El niño
Fortu tropezó poco después de haber comenzado la huida. Cayó mal y se torció un
tobillo. Gritaba desesperado por el dolor. Así las cosas, llegaron las mozas.
No se compadecieron ni de su caída ni de lo que ellas entendían como teatro, al
quejarse Fortu. Tras darle su merecido en forma de pescozones y cachetes en el
culo, lo dejaron donde se había caído, en la zona más alta de El Piñedo. El tió
Fortu, a sus casi 90 años, recordaba también que después el niño Fortu había
tenido que descender "de allí arriba" medio a la pata coja, dando un
gran rodeo por la zona del Camino Palacios.
Tras
esos recuerdos el tío Fortún no se pudo resistir a coger uno de aquellos
“cardos”. Quería volver a experimentar cómo funcionaban como hisopos. Lo hizo
nada más llegar al Cajastro y se alegró de que fuera todo tal como él lo
recordaba. Otra cosa que también hizo el tió Fortu en esos momentos fue
comprobar que el nivel de las aguas del embalse había descendido algo en
relación a como había estado en días anteriores. Esto lo dedujo por ciertas
marcas que de su situación anterior había dejado el agua.
Después
decidió continuar hasta "Las Peñas". Se temía que, pasado el minúsculo
regato del Cajastro, tuviera dificultades para continuar su camino por una zona
en la que, cuando los inviernos venían muy “cargados”, solía estar empantanada.
No fue así. A pesar de que en las junqueras el suelo estaba algo blando, no era
lo suficiente como para obstaculizar el paso.
Continuó
por el sendero. Le llamaron primeramente la atención unas minúsculas flores
parecidas a margaritas y cuyo nombre él desconocía; como también desconocía el
de otras que vio poco después y que en algo le recordaban a las
"comemeriendas" que salían en las eras cuando ya "se estaban
barriendo éstas", una vez que ya se había terminado de llevar la paja a
los pajares o a las pajeras.
Siguió
avanzando y en un momento dado se detuvo a observar una larga fila de hormigas
que le recordaron las procesiones de cofrades de la capital de su provincia en
la Semana Santa. La larga fila terminaba bajo una peña. Fue entonces cuando
recordó algo de su niñez. Eso había ocurrido cerca del “Puente de los Tres
Ojos”. Aquel verano la era de su padre estaba en la zona de La Fontana. Un día
a la hora de la siesta el niño Fortu salió "a dar una vuelta por
ahí”. Ya cerca del puente le llamó la atención una hilera de hormigas de un
tamaño poco habitual, por lo grandes que eran; también, por la facilidad con la
que transportaban los “titos” de trigo y de cebada. Si mucho le sorprendió eso,
no le sorprendió menos que en una hilera paralela a la formada por esas
hormigas, hicieran lo mismo otras de parecidas dimensiones, si bien de una
coloración algo diferente. Esto sólo se apreciaba si uno era capaz de fijarse
bien. El niño Fortu dedujo por ello que unas y otras hormigas debían de ser de
familias y hormigueros diferentes. Y entonces él quiso confirmar algo que ya
antes había oído. Para ello cogió una hormiga y la colocó en la hilera que no
era la suya. Enseguida fue atacada por varias de sus adversarias, hasta que la
mataron y se la llevaron como trofeo, en la misma dirección en la que llevaban
las semillas de trigo y de cebada. Como le pareció una lucha desigual, cogió
otro hormiga y la colocó en la hilera de sus adversarias, pero en este caso
procurando que sólo fuera una la que se pudiera enfrentar a la “intrusa”. Una
contra una, la pelea estuvo bastante igualada, pero finalmente la intrusa huyó
en dirección al lugar donde estaban las de su hormiguero. Todavía el niño
Fortún quiso saber más, por lo que repitió la escena , pero haciéndolo al
revés. Lo continuó repitiendo varias veces, cambiando de intrusas y de
escenario. El resultado se repetía; siempre la vencedora era la propietaria del
hormiguero y la que huía era la intrusa. Y si Fortu no apartaba a las
propietarias del hormiguero, éstas, en grupo, mataban a la forastera. Eso hizo
que el niño Fortu confirmara dos frases que había oído muchas veces. Eran
aquello de que la unión hace la fuerza y que cada gallo canta en su “muradal”.
Tras la
observación del hormiguero continuó sólo unos metros más adelante. Se sentó un
ratito sobre las piedras de "las Peñas", que estaban bastante
cubiertas de musgo y de líquenes.
Le
extrañó que en todo el rato que estuvo allí en el agua del embalse "no
saltó" ni un solo pez. Era como si allí no hubiera vida. Y pensaba él que
antiguamente en un día soleado como aquel, se habrían visto saltar, saliendo
fuera de la superficie el agua para caer enseguida, a multitud de peces,
principalmente cartas. Él, que ahora a sus ya casi 90 años ya no sabía mucho de
esas cosas, estaba oyendo decir a los pescadores que ahora ya había otras
clases de peces en el río, peces que alguien había echado, y que los nuevos se
habían comido a los de antes.
Regresó
al pueblo por el mismo camino, y también con comparecidos resultados. No
encontró a nadie en las calles. El silencio seguía haciéndose pesado y molesto.
Sólo ya cuando iba llegando a su casa le sorprendieron unos maullidos
quejumbrosos, similares a llantos de niños pequeños. Al tió Fortu eso no lo
cogió por sorpresa. Sabía muy bien que, aunque algo tarde ya, algunas gatas
todavía "andaban a gatos"; éstos se estarían peleando entre ellos por
conseguir los favores de las hembras. Y entonces el tío Fortún recordó que
durante muchos años, cuando llegaba el mes de febrero, había escuchado a sus
mayores recitar una poesía o relación que decía más o menos así:
FEBRERO Y LOS GATOS.
Agitados y revueltos
este mes trae a los gatos
y en jardines de su amor
se convierten los tejados.
Ni que llueva, ni que nieve
ni que esté la noche helando,
el morrongo que se siente
de verdad enamorado,
a buscar a su morronga
lánzase por los tejados
y la llama con maullidos
que molestan demasiado.
También pasa algunas veces
que el morrongo está maullando
y con otro morronguito
la morronga pasa el rato.
¡Ay, qué escena tan terrible!
El morrongo que es burlado
al otro minino ataca
con mordiscos y arañazos.
Y enzarzados en la lucha
caense desde el tejado
sobre un grupo de comadres
que pasando están el rato,
contando cosas y “chismes”
de personas de aquel barrio.
¿De quién fue mayor el susto
del alboroto causado?
Eso sólo lo sabrán
las comadres y los gatos.
El tió Fortu continuó su camino
hacia su casa donde ya “la parienta” le estaba esperando para comer.
(Patrocinio Berrocal)
Hola Jose: En recuerdos del tío Fortu 3 las letras no están sobre fondo blanco y no se leen bien. No sé cuál es el problema. No sé si es problema nuestro o del blog. ¿Sabes cómo solucionarlo?
ResponderEliminarUn abrazo.