HISTORIAS, RECUERDOS Y CURISIDADES


A partir de aquí vamos a incluir textos, historias, curiosidades, etc. Se admiten colaboraciones de todo el mundo. Lo importante es la colaboración.  

Todos los textos antiguos están transcritos fielmente del original, por lo que se pueden apreciar errores ortográficos.

De momento, como podréis observar, somos muy pocos los que trabajamos en el blog. Me gustaría que fuéramos muchos más. De vosotros depende que esto se llene de contenido y se haga más interesante, gracias por visitarnos.
Jose m Gregorio



EL VALLE       
                     
El Valle serpentea paralelo al ramal que conduce a Valdeperdices y forma parte del lecho por el  que discurre el arroyo de  El Roble.
Auque el inicio natural de El Valle sea la intersección  de la carretera  de El Campillo con el ramal de Valdeperdices,  para nosotros  comprende desde la laguna de la punta arriba el Valle hasta la laguna de Tesorredondo.  
De laguna a laguna, no podía ser de otro modo si, como ya dije, por él discurre el arroyo de El Roble que recoge todas las aguas que caen al sur del pueblo formando las dos lagunas mencionadas. Está flanqueado por las tapias de piedra que delimitan los huertos, formando así una especie de canal.
Además del arroyo que discurre por la superficie, de todos es conocida la rica corriente subterránea que  abastece a los innumerables pozos que riegan los huertos y que, hasta que se comenzó a tomar el agua del embalse, surtía también de agua corriente al pueblo.
El arroyo del Roble, en el pueblo conocido como El Regato,antaño se precipitaba a su antojo y, al llegar al pueblo, formaba chapatales y charcos que duraban todo el año, como El Chapazal donde los parros de la Tía Arsela campaban a sus anchas retozando entre los juncos; había también siempre algunos burros que pastaban  allí. Más abajo, donde ahora está el Frontón y el Chupón, el agua se estancaba formando charcos que se helaban en invierno y  se convertían en  excelentes pistas de patinaje para deleite de los niños. Estos mismos charcos, en primavera, recibían la visita de peces pequeños, sardas, que subían cauce arriba desde el embalse.
Hoy, domesticado, apenas corre el agua si no es por alguna riada aislada o primavera lluviosa.
Pero volvamos al Valle.
Hoy, cuando tomamos el empalme que nos lleva a Valdeperdices por  el estrecho y serpenteante ramal, a nuestra derecha,  nos acompaña mudo y desangelado  El Valle. Esto no siempre ha sido así, pues antaño tenía un protagonismo importante en la vida del pueblo.
Al formar parte de los comunes, su abundante hierba era aprovechada por todos cuando llegaba San Isidro y se abría  al pasto. Era entonces cuando adquiría vida propia. Todas las tardes de domingo y festivos, una riada de animales de todas las clases, lo inundaban: burras, mulas, vacas, chotos, bueyes… y, para cuidar que se limitaran al pasto del Valle y no a los sembrados, los dueños acudían al Valle dando pie a la formación de numerosos  grupos de amenas tertulias.
Muy a menudo, bien por el fragor de las tertulias, bien por la vista gorda del dueño, que de todo había, algún animal díscolo se pegaba un atracón de los ricos frutos   de los sembrados  colindantes, variando así su monótona dieta herbívora. Cuando esto ocurría, alguien daba un grito al dueño que, diligente unas veces y más remolón otras, zanjaba el asunto con un silbido o un buen palo en los lomos de los animales más reticentes.
Los niños, aprovechando el jolgorio, acudíamos en masa para jugar a los diverso juegos que, en el mullido colchón de la hierba, se nos antojaban muy divertidos: El Escorrecinto, juego un poco bruto pues consistía en azotar con un látigo de juncos, la Lucha a buenas, algo similar al judo pero sin reglas, en el que ganaba el que más maña  tenía o el que más  matrero era, la Tula, el Dola....etc
Y, así, envueltas en mugidos, rebuznos, silbidos  y griterío de mayores y pequeños, transcurrían aquellas tardes en que El Valle cobraba vida propia.
              
Jose m Gregorio


CUANDO LA ESCUELA SE CONVIRTIÓ EN UN LAGO SALADO.

El maestro llevaba unos días mosqueado. Parecía que todos los niños tuviesen incontinencia urinaria. Cada cierto tiempo, un niño levantaba la mano: “¿Da su permiso?”. El maestro daba su consentimiento y el niño salía. Al poco tiempo,  otra mano: “¿Da su permiso?” y el niño salía. Y así un día, otro día… hasta que el maestro, harto de tanta incontinencia, tiró por la calle de en medio y cortó las salidas de raíz.

Los niños se retorcían, cruzaban las piernas… Aguantaban …; pero  el frío de la mañana y la leche del desayuno, conspiraban contra ellos. Y un día, hartos de pagar justos por pecadores, todos:  unos convencidos, otros quizás coaccionados y algunos por imitación, liberaron sus vejigas de la carga que las oprimía contribuyendo cada cual en la medida de sus posibilidades Y  aquella escuela fría se fue inundando de  líquido amarillento y templado. Y  un vapor zigzagueante  ascendió  por los pupitres de madera.

Al principio, el maestro, concentrado  en la pizarra mientras escribía con su magnífica caligrafía la Consigna diaria no se percató de nada. Cuando terminó la tarea se giró y vio aquel espectáculo humeante, montó en una cólera inusitada;  pero esta vez no tenía en quién descargarla personalmente. No podía pelar un par de patillas como escarmiento porque la infracción  había sido cometida por  la práctica totalidad de los niños y tuvo que conformarse con aplicar castigos colectivos.

Todo terminó con muchas broncas, alguna que otra vardiasca marcada en las nalgas y todas las madres armadas de fregonas y cubos para restaurar la escuela a su estado higiénico habitual.

Esta fue la primera vez que asistí a una reivindicación colectiva. Fue a finales de los años sesenta.

José m Gregorio

La carta

            Mi padre me dio un sobrecito a mi nombre y de inmediato reconocí aquella letra hermosa y de trazos regulares. Era la de doña María. Sentí una profunda emoción al abrirlo porque la maestra se había ido del pueblo por enfermedad y desde el principio me había temido lo peor.
            En una tarjeta de visita, si no recuerdo mal, me saludaba, me deseaba un buen futuro y me aconsejaba que obedeciera a mis padres y fuera una buena chica. El texto en sí no era nada del otro jueves. Tampoco me sentía especial para ella puesto que mi hermana y todas las demás alumnas también habían recibido sus sobrecitos. Y, sin embargo, aquello me conmocionó. Mi nombre en un lado, el de doña María en el otro, y aquel regalo había llegado de lo que yo consideraba muy muy lejos, casi desde el fin del mundo, y eso que allí no me conocían ni nada.
  Lo llevaba conmigo a todas partes: unas veces lo guardaba entre las páginas de la enciclopedia, otras lo metía directamente en el cabás, otras lo colocaba en la caja de la colación junto a todos mis tesoros. Y cada nada sacaba la tarjetita, la leía por enésima vez, volvía a introducirla y me quedaba extasiada contemplando la dirección.
  Me preguntaba a mí misma cómo habrían podido traérmelo si donde ella vivía no sabían quién era yo. Y empecé a imaginar que se había formado una larguísima cadena de personas desconocidas. Doña María le había preguntado a uno: “¿Tú conoces a Luisica?” Y como él no me conocía le contestó: “Yo no, pero a lo mejor fulanito sí la conoce, voy a preguntárselo”. Y ese se lo preguntó a otro que tampoco me conocía. Y ese otro se lo preguntó a otro. Y así hasta que uno se lo preguntó a mi padre. ¿Cuántos serían?, ¿cien?, ¿doscientos?, ¿quinientos?, ¿mil?
  Empecé a amar, entonces, el prodigio de la comunicación a distancia y el cartero siguió siendo para mí el último eslabón de aquella larga, mágica y maravillosa cadena de desconocidos que preguntaban por los nombres escritos en los sobres.
   ¿Alguien recuerda haber recibido aquella cartita?, ¿alguien la conserva? 
                                                                                                                       Luisa Román Rodrigo
                               
Bragas

  Cuando llegó doña María al pueblo, las niñas no usaban bragas. No las habían usado nunca antes. Fue ella la que obligó a las madres a comprárselas. ¡Qué impúdico debió de parecerle Valdeperdices a la maestra! Vería a aquellas niñas jugando a los cuarterones, saltando a la comba, corriendo... Una salvaje e inocente desnudez íntima cuando se les levantaban, en los juegos, el vestidico y el refajo... “Con tol serete al aire”, como se dice aquí.
                                                                                              Luisa Román Rodrigo           
                        
Sed de belleza

    En nuestro pueblo antes de la llegada de doña María no se cultivaban plantas ornamentales. A alguna anciana le oí que una vez en la que visitó otro pueblo se le representó que era el Paraíso Terrenal del que hablaba la Historia Sagrada porque junto a la fachada de una casa vio un par de geranios y dos rosales en flor.
   El tiempo, las fuerzas y el poco dinero se empleaban en Valdeperdices, si acaso, en cultivar plantas comestibles. La estética era un lujo que muy pocos se permitían. De modo que solo en algún huerto se veía un rosal y en alguna ventana dos o tres macetas de geranios.
   La escuela femenina la convirtió doña María en un pequeño oasis en medio de aquel desierto estético. Dentro, junto a los ventanales crecían geranios y begonias y de todas las paredes colgaban pequeños judíos. En el exterior, puso alhelíes, malvas reales, violetas, pensamientos...
    Recuerdo que las alumnas utilizaban una gran pota (la que servía también para mezclar con agua la leche en polvo) para subir, entre dos, el agua de riego desde la fuente.
   Las formas, los colores, los olores y los sonidos de aquel humilde jardín escolar me acompañarán mientras conserve la memoria. Recuerdo el zumbido de abejas y abejorros polinizando las flores; el amarillo vivo, de una intensidad casi hiriente, de algún pensamiento; la penetrante y fortísima fragancia de los alhelíes; el suave y delicado aroma de las violetas de la esquina...
    Aquella naturaleza vegetal domesticada agudizó en mí la sed de belleza. No me la despertó, pues desde antes de asistir a la escuela ya hacía colección de formas que consideraba bellas. Durante dos años, en una caja de zapatos había guardado trozos de piedras, ramas, conchas... cualquier cosa que me pareciese bonita. Aunque aquello que más me gustaba no se había dejado apresar. Hubiera dado mucho por poder llevarme en la caja las telarañas cubiertas de gotitas de rocío que parecían collares de perlas. Lo intenté más de una vez. Hasta que comprendí que en ocasiones lo bello puede ser tan frágil que no debe tocarse, pues al mínimo contacto se destruye.
   El jardín de la escuela agudizó en mí aquella sed porque descubrí que el ser humano podía crear formas armónicas por sí mismo. Antes había disfrutado de las simetrías perfectas en las hojas de las plantas, o de los maravillosos colores del campo en primavera, o de la blancura cincelada del cenceño sobre un árbol... Pero el orden en el jardín lo había creado doña María, de manera que yo algún día también podría hacerlo.
                                                                                                                                                                                                                     Luisa Román
           
COSTUMBRES Y CREENCIAS CURIOSAS EN VALDEPERDICES:


1. Creían que el torzón de las mulas se quitaba si un mielgo le pasaba la mano por el lomo. Bastaba también con pasarle una prenda del mielgo.
2. A las mujeres paridas se les daba el agua “herrada”. En ella se había metido un hierro candente.
3. A la vaca empachada se le hacía tragar un pardal untado en aceite, con plumas, vivo.
4. Creían que si el 1º de agosto se levantaba una piedra y había rocío era señal de buena sementera.
5. Creían que había brujas y que se metían en los gatos.
6. Los manteos que llevaban las mujeres a diario eran rojos, verdes, negros y azules. Los amarillos solo los ponían en carnavales.
7. Cuando un hombre estaba de luto se cubría con la capa. La mujer lo hacía con el mantón.
8. Cuando doblaban las campanas porque había fallecido alguien, si daban dos esposas era una mujer y si daban tres un hombre.
                                            Luisa Román Rodrigo 

VESTIDOS DE PAPEL

            Nos hizo Tomasa un vestido de sevillana a cada una de las chicas de mi edad con papel de los sacos del pienso. Vestidas con ellos, una tarde nos subimos a un “escenario” a cantar, con un imaginario micrófono en la mano, como si fuéramos folklóricas con bata de cola.
            Aquel día fue uno de los más felices de mi infancia y puesto que en aquella época cualquier disfrute, hasta el más inocente, lo considerábamos pecaminoso me parece recordar que todas acabamos confesando ante don Tarsicio el delito de habernos puesto bujacas por tetas.
            Alegría, diversión, risas, canciones, juego, disfraz, teatro... Desde entonces consideré a Tomasa un hada madrina capaz de transformar la realidad más miserable con su varita mágica. La admiré por la maña con la que había cortado y cosido los vestidos, pero no solo por eso. De repente nos había convertido en protagonistas de un sueño hermoso y se lo agradecí en el alma. Por aquello, a mis ojos pasó a ser una artista como la copa de un pino. Con su creación había suspendido el tiempo cotidiano, tan prosaico y estrecho, y nos había lanzado a otra dimensión en la que también nosotras podíamos imaginarnos princesas.
            ¿Quiénes recordáis haber estado allí? ¿Dónde estaba el escenario? ¿En qué año sucedió? ¿Qué canciones cantábamos?
                                                                                                          Luisa Román Rodrigo

ALGUNOS DATOS CURIOSOS DE 1914, 1920, 1921...

    En 1914 murió en Valdeperdices una niña de cuatro años. En la partida de defunción el cura dio como causa: “congestión cerebral”.  Pregunté a mi tía Eloísa si sabía qué le había pasado. Mi tía había oído contar que la habían mandado con la comida, se había caído de la burra, había vuelto a casa diciendo que le dolía mucho la cabeza, se había metido en la cama y al poco rato había fallecido. En Valdeperdices a los niños hasta mediados del XX se les encomendaban tareas desde los tres y cuatro años.

      Don Santiago Sastre en el tercer libro de bautizados anotó:
     “El dia 21 Dominica de Pasion de este año de 1920 vinó el Padre misionero Fray Francisco de la Fuente del Corazón de María á dar misiones que se recibió con Cruz y procesion y casi todo el vecindario comenzando la misión a las 6 de la tarde y luego el sermon á las ocho de la noche. El dia 25 se hizo la procesion llevando los niños y niñas todos banderas hasta unas 80 á 90 – honrando asi y con canticos los mozos y mozas de la mision á la Samª Virgen qe. lo presenció todo el vecindario, como tambien varias personas de Almendra y Palacios, esplicando luego las Ceremonias del Santo Bautismo y se terminó la mision el dia 27 con la despedida del Padre que regresó a Zamora acompañado del Párroco que suscribe. 28 de Marzo de 1920. Santiago Sastre”.

  El año 1921 fue muy seco y D. Santiago Sastre anotó lo siguiente:
   “El día 30 de abril comencé las Novenas á N. S. de la Asunción pª impetrar el beneficio del agua por la pertinaz sequia, á ruegos de personas devotas, haciendose la Rogativa y la funcion hoy sabado 7 de Mayo por acuerdo del vecindario y despues de la misa solemne salio la Santa Virgen y S. Jose yendo por Tras la cuesta y los Tesicos á la punta arriba del Valle y todo él abajo qe. al salir luego cayeron unas gotas de Agua y siguió mucho Aire; pero a la 1 ½ comenzó ya de nuevo á llover y siguió lloviendo hasta las 6 ½ de la tarde con gran contento de los fieles- y sobre todo al salir de la Novena y esta se termina mañana Domingo 8 de Mayo de 1921. El párroco Santiago Sastre”.


   Un Valdeperdiceño fue a pedir prestado un saco de trigo a un hombre de Almendra. Por el camino iba pensando que no se lo prestaría y que estaba perdiendo el tiempo. Pasada la raya, se arrepintió, dio media vuelta y regresó a Valdeperdices con las manos vacías. Cuando llegó a casa pensó que se le morirían los hijos de hambre y que tenía que intentarlo. Después de todo, el “no” ya lo tenía si no iba a pedirlo. Se armó de valor y marchó otra vez a Almendra. Lo recibió la  mujer, con bastante amabilidad. Le prestaron el saco de trigo y le dijeron que si necesitaba otro que volviera, que a los hijos había que alimentarlos. Poco tiempo después, en 1924, aquel hombre se suicidaría. Se tiró a un pozo envuelto en una capa. Tenía 52 años. Contaban que era masón, que le habían mandado matar a alguien y había preferido su propia muerte. ¿Habría más masones en Almendra? ¿En Valdeperdices habría alguno?
                                                                                  Luisa Román Rodrigo
           
            LA  INFANCIA  EN  VALDEPERDICES

  La historiadora y académica Carmen Iglesias, en un artículo dedicado al respeto a la infancia en la cultura occidental, publicado en “El Mundo”, afirma que la sensibilización respecto a la dignidad del niño es bastante reciente en la Historia.
   Según Carmen Iglesias, a finales del siglo XVII nace lo que se ha denominado “individualismo afectivo” y la Ilustración extiende la creencia de que hay que procurar la felicidad en esta vida. Surge, entonces, el amor familiar como paradigma: entre esposos, amantes, padres e hijos, hermanos… Hasta esa época el matrimonio era un producto de intercambio o contrato entre familias y grupos con finalidades sociales, económicas y mentales muy diversas. El posible amor o afecto de los contrayentes nada tenía que ver. Además, la gran mortalidad infantil en los primeros años de vida hacía que se considerase a los niños intercambiables o sustituibles unos por otros. La sensibilización respecto a la dignidad del niño como persona singular e insustituible surgió en ciertos círculos restringidos cultos de finales del XVII, especialmente en Inglaterra y EEUU, y de ahí fue extendiéndose con la Ilustración por determinadas elites europeas de Francia, Italia, España y Centroeuropa para ir penetrando en distintos estratos sociales a lo largo del XIX y del XX. No fue un proceso homogéneo sino muy complejo y singular según países, regiones y épocas. La extensión de la “civilidad” ilustrada, el desarrollo de la higiene y los avances médicos provocaron cambios muy importantes respecto a la infancia. Los adultos ya no tenían la necesidad de resignarse y distanciarse emocionalmente frente a la galopante desaparición de los niños en los primeros años de vida. Los niños, en la medida en que podían sobrevivir mejor, dejaban de ser intercambiables.

  La provincia de Zamora, especialmente en algunas zonas más atrasadas, recibió esas nuevas ideas de libertad a la hora de elegir pareja y de sensibilización ante la infancia con bastante retraso. Era una sociedad eminentemente rural, conservadora y cerrada que aceptaba con dificultad novedades y cambios. Nuestro pueblo no fue una excepción aunque no fuera de los más atrasados por su cercanía a la ciudad. Respecto a la infancia la pescadilla se mordía la cola. Durante el siglo XIX y la primera mitad del XX las condiciones higiénicas, los cuidados médicos y la nutrición en Valdeperdices eran muy deficientes y muchos niños no pasaban del año y medio o los dos años. Las madres, para poder soportar el dolor de tanta pérdida, se distanciaban de ellos y esa distancia emocional les impedía darles el afecto necesario y cuidarlos convenientemente. Además, los llevaban de bebés con ellas al campo en verano –con unas temperaturas muy elevadas–, hambrientos, desnutridos, enfermos, sucios… En invierno los traían medio desnudos. Y a los cuatro años ya les mandaban tareas, tanto en casa como en el campo.
   Se ahogaron al menos tres niños en la fuente del pueblo. Puede que fueran más porque en bastantes partidas de defunción no se da la causa. Cabría preguntarse por qué las autoridades no arreglaron la fuente municipal inmediatamente después del primer accidente. Una de las razones sería la falta de dinero. Y cuando lo hubiera sería tan poco que se emplearía en algo más necesario. Después de todo, no iban a considerar una prioridad proteger la vida de los niños si podían morir de cualquier cosa en cualquier momento. Los traumatismos craneales de los niños a los cuatro y cinco años, porque estaban realizando tareas agrícolas a esa temprana edad, también pueden horrorizar a una mentalidad moderna. Se caían de la burra, los atropellaba el carro... Los padres, que encomendaban tales tareas a sus hijos,  hacían lo que podían y lo mejor que sabían en el mundo que habían heredado. La mano de obra infantil era necesaria.
  Las generaciones de los nacidos en Valdeperdices en las décadas de 1900 a 1930 hicieron un esfuerzo enorme de modernización. Quisieron un futuro mejor para sus hijos y se dejaron la piel para conseguirlo. Su empeño fue dejarles en herencia otro mundo menos mísero.
   Hasta un determinado momento, en Valdeperdices nada más habían estudiado, gratis, los que habían ido al seminario para curas y las muchachas que se habían metido monjas. La familia podía considerar un honor tener un hijo cura o una hija monja o tomarse el asunto de un modo cínico: enviaban a los hijos a estudiar a costa de la Iglesia para que hicieran la carrera y cuando les quedara un año para cantar misa o hacer los votos dijeran que no tenían vocación y se volvieran al pueblo.
   La idea de dar estudios a los hijos sin que mediara la Iglesia fue revolucionaria en la medida en que no solamente se perdía la mano de obra gratuita para trabajar en el campo sino que, encima, exigía un esfuerzo de inversión para el futuro a largo plazo que la economía familiar, de subsistencia, no podía permitirse más que haciendo verdaderos sacrificios de renuncia casi a todo.
   Los nacidos en las primeras décadas del XX fueron los primeros realmente alfabetizados en el pueblo. De los anteriores la mayor parte no aprendió a leer ni escribir. Y tuvieron mérito esos primeros alfabetizados puesto que se atrevieron a soñar, desde el agujero negro en el que  habían crecido, con un futuro mejor para sus descendientes, desafiando los privilegios de sus padres del Antiguo Régimen y enfrentándose a su concepción del mundo, la vida, las relaciones… Fueron niños explotados y se inventaron a sí mismos como padres –sin verdaderos modelos válidos– que hicieron lo que pudieron y supieron por cuidar y respetar a sus hijos desde algo parecido al amor familiar que ellos no habían conocido. El enorme esfuerzo de modernización de esas generaciones daría sus frutos porque de 1950 en adelante bastantes valdeperdiceños pudieron estudiar, hacer una carrera y tener una vida infinitamente mejor que la de sus padres.
  El respeto a la infancia llegó bastante tarde a Valdeperdices. Una de las razones de ese retraso seguramente fue que no hubo escuela hasta el XX. Aunque influirían más otros factores como la falta de higiene, la desnutrición, la ausencia de cuidados médicos, la pobreza... Cuando la mortalidad infantil fue muy elevada, los niños no eran respetados, no se les reconocían los mismos derechos que a las demás personas. Las únicas personas de pleno derecho eran las adultas. Ocurrió así en todo Occidente hasta el siglo XVIII. La sensibilización ante la dignidad de la infancia fue extendiéndose a medida que la cultura llegaba a más capas de la población y a Valdeperdices la cultura tardó en llegar. A los primeros valdeperdiceños que aprendieron a leer y escribir les enseñó el cura. Después los padres de los niños contratarían a Pedro Terrón. Ese hecho resulta significativo por dos razones: la primera, porque con la pobreza que reinaba entonces en Valdeperdices pagar a alguien para que enseñara a los niños era un salto cualitativo y la segunda porque nuestro pueblo estaba abandonado de la mano de Dios. Pedirían maestro y escuela pero tardaron en atender sus peticiones. Nuestros antepasados hicieron lo que pudieron teniendo en cuenta las circunstancias, poco buenas, que les habían tocado en suerte.                                                              


Luisa Román Rodrigo


EL VETIJO

Yo no he visto ninguno, pero es un artilugio interesante. Lo escribo con “v” porque me suena a veto o vedal, pero ni de eso estoy seguro, y era muy usado en el pueblo hasta los años 60 ó 70. Consistía en un palito de un tamaño parecido al de un dedo meñique de la mano y tenía atada una cueda de unos 40 cm. de larga a cada extremo.
¿Qué para qué servía un invento tan sencillo? Aquí está lo curioso: servía para que los corderos pudieran comer pero no pudieran mamar. Sencillamente fantástico.
El vetijo se colocaba dentro de la boca del cordero ––como si fuera el bocado de un caballo–– y se sujetaba con las cuerdas a su cuello para que no se cayera. Cuando el cordero iba al campo podía pastar tranquilamente, pero no podía aprovechar la cómoda leche materna que estaba destinada al preciado queso.
Yo,  siempre que oigo algún caso de corrupción en política (y ahora es cada día), me acuerdo del vetijo. A cada político deberíamos ponerle uno; eso le permitiría comer, pero no podrían “mamar”.

Pedro Berrocal, marzo de 2012.


LUCIANO BERROCAL MARTÍN, UN VALDEPERDICEÑO ILUSTRE.

Alguna vez he oído lamentos en el sentido de que en el pueblo no ha habido ninguna persona que haya destacado en algún ámbito relevante de la vida. Supongo que se referirían a deportistas, científicos, artistas, etc.
Yo, en principio, no estoy nada de acuerdo con la queja, ya que no hace falta ser famoso para ser importante. ¿O quizás  no es importante sacar adelante sin recursos un montón de hijos, como lo hicieron nuestros padres y abuelos? En cada familia y en cada casa hay muchos héroes, aunque su labor no sea muy conocida.
Aclarado esto, sí quiero dar a conocer la labor de un paisano que ha trascendido a nivel internacional: se trata de Luciano, nacido y criado en el pueblo hasta marchar de joven a los curas. Sus padres, Luciano y María, se fueron a vivir a Fresno de la Ribera y allí sigue parte de la familia.  Aunque sus apellidos coinciden exactamente con los míos, mi parentesco con él ya es de primos en tercera generación. Los familiares más cercanos del pueblo son sus tíos Juanito y Primitiva; de primos carnales, un montón: Pipe,Aurelia, Ramón, Ildefonso, Esperanza, Virgilio, Santiago, Jaime, Domitila y todos los hermanos de estos que viven fuera.
Luciano Berrocal Martín es, entre otras cosas,  Doctor en Sociología y Licenciado en Ciencias Económicas. Según mis informaciones ha sido profesor en la Universidad de Oxford y catedrático en la de Lovaina (Bélgica) y da conferencias y másteres por todo el mundo. En internet podéis encontrar muchas referencias suyas y algún vídeo.
Desconozco si ha tenido mucha relación con Valdeperdices o sus familiares. Yo solo lo recuerdo el día que cantó misa en la iglesia del pueblo ––fue salesiano por algún tiempo–– alrededor del año 69. A la puerta de la Sra. Primitiva hicieron, como homenaje, un arco con ramas de pino porque salió de allí hacia la iglesia y vino mucha gente de fuera.
 Aquel día invitó a la familia a comer al restaurante España de Zamora (yo fui porque me pasaron “las veces” mis abuelos Emilio y Amanda como nieto de mayor edad), nos llevaron en autocar y comimos nuestros primeros langostinos.
Creo que Luciano, si lee esto, nos hará una visita algún día. Muchos se lo agradeceríamos en memoria de lo que es su lugar de origen.
Pedro Berrocal Martín, marzo 2012.
 
UN TROCITO DE AMÉRICA EN EL SALÓN DE SANTIAGO

Hay canciones que marcan toda una vida. Las hay que para mal, pero éste no es mi caso. Entre los años 1961 y 64 ––yo tenía entre 4 y 7 años–– la única diversión semanal ocurría entre las 7 y las 11 de la noche de los festivos en el salón del Sr. Santiago y de la Sra. Balbina, allí frente a la iglesia.  Los primeros en llegar al salón éramos los niños y niñas que aprovechábamos el espacio vacío para correr; después llegaban las primeras mozas que bailaban entre ellas y, más tarde, los mozos y la gente mayor. Los hombres casados solían subir a la primera planta a echar la partida, mientras las mujeres se sentaban alrededor del salón para no perder descarte de todo lo que sucedía.
Todo aquel ambiente estaba amenizado por un tocadiscos de un solo altavoz que sonaba de maravilla y que era la envidia de los pueblos vecinos. Sonaban los éxitos de la copla de aquellos años, donde el rey era Manolo Escobar,  y algún otro ritmo más desenfadado. Pues bien, dentro de esa monotonía musical, de vez en cuando sonaba una canción totalmente diferente: era un tema instrumental donde el protagonismo lo llevaba una guitarra eléctrica con mucho eco. Yo, al oírla, dejaba de jugar a la tula (ocasionando el lógico cabreo de los otros niños) y me paraba a escucharla extasiado.
Aquella melodía siempre permaneció en mi memoria y cuando me hice mayor decidí buscarla para volverla a oír. Por supuesto no sabía ni el título ni el intérprete y la cosa no estaba fácil. Tarareé la canción en tiendas de música especializadas, pregunté en programas de radio, sofoqué a profesores de guitarra, pero nada. Después de casi 30 años de búsqueda intermitente, hace unos días llegó la solución: se trata de una canción de Bobby Darin titulada “Come September” que es el tema principal de la película de 1961 del mismo título protagonizada por Rock Hudson  y  Gina Lollobrigida. En España se tituló “Cuando llegue septiembre” y el disco que sonaba en Valdeperdices era probablemente una versión de Billy Vaughn.
Espero que a muchos de los que tenéis mi edad (o un poco mayores) os haga tanta ilusión como a mí volverla a escuchar. A los más jóvenes os pido que se la pongáis a vuestros padres. Es un trocito de nuestra niñez.

Para escucharla poned en google: Billy Vaughn come september you tube .También podéis llegar por Bobby Darin y se puede ver la película.

Pedro Berrocal, febrero 2012.


SAN PEDRO DE LA NAVE.

Cielo de tantos mares, aguas embalsadas que por tus piedras colocadas mano a mano, depositaste en mis genes, tu espíritu castellano. Alma máter que con tus hermanos compartiste el ansia desmesurada de intempestivas batallas, labraste surcos en tus brazos agrietados. Heridas que sanaste con sal, guerras que libraste sin deseos belicistas, armas que nunca empuñaste con dos manos.

Son en definitiva tus señas de identidad, tus fuentes “inesgotables” de humildad. Regatos que sin márgenes fluyen entre mares des-olados.

árboles que sin hojas alegres cantan ritmos ancestrales. Hijos todos nos, de ocres y de sienas, de tierra sombra tostada, rojo bermellón, verde vejiga, azul celeste, azul prusia, somos todos nos, adobes deslizados bajo pies encarnados y boinas prietas.

Tiñeron tu manto de azul, vistieron de sangre tus valles, cuevas de trabajos inmemoriales, memorias que sin duda se hacen ajenas.

Dani Berrocal


EL INSULTO MACHISTA POR ANTONOMASIA

Aquella valdeperdiceña vivió ochenta y seis años y nueve meses, de los cuales pasó algo menos de dos décadas como soltera, un poco más de tres como casada y tres y media como viuda.
         
  A los diecisiete quedó embarazada de soltera y en diciembre de 1865, ya con dieciocho, dio a luz a una niña a la que su novio, un mozo que le sacaba doce años, reconoció como suya y le dio el apellido. Siete meses más tarde la madre y el padre contrajeron matrimonio y la criatura fue legitimada. Después, hasta 1882, tendrían otros seis hijos más.

   En 1898 falleció el marido de una fiebre tifoidea y aunque aquel hombre dejara, por fin, de escupirle a la cara el asqueroso insulto que le había estado repitiendo hasta la saciedad durante los treinta y dos años de matrimonio, a ella aún seguiría martilleándole en la cabeza durante los treinta y cinco de viudedad que le restarían hasta su muerte. “Puta, puta, más que puta -le decía-, que lo mismo que te dejastes de mí te bieras dejao de otros”.

  Y a todas sus descendientes, cuando aún estaban solteras, aquella anciana –que pasó sesenta y siete años de los ochenta y seis de su vida aguantando la humillación de que aquel hombre que había sido su marido y padre de sus hijos, la insultara así— les aconsejaba una y otra vez: “No os dejéis, hijas, no os dejéis, que luego los maridos, los desagradecidos, os atracarán de putas tola vida”.
                                                                                
                                          Luisa Román Rodrigo


Como ejemplo de antepasados de Valdeperdices,  os presentamos aquí el árbol genealógico de dos mujeres que, aunque diferentes de carácter y forma de actuar, las dos compartieron una época de necesidades y penurias propias de la España de entonces: Manuela la "Pepinilla"  y la abuela "Teresiña". Como podréis observar, mucha gente de Valdeperdices descendemos de estas dos  mujeres.

Los datos han sido recabados  en los libros sobre Valdeperdices del Archivo Diocesano por Luisa Román. Agradecemos su trabajo y su diposición a compartirlo con todos nosotros



                     

LA HERENCIA
                   
   La pusieron Manuela aunque, al parecer, cuando en Valdeperdices y alrededores se hablaba de ella, y debía de hablarse mucho, todos usaban el apodo, la Pepinilla. Nació en 1839 y vivió sesenta y dos años. Todavía hoy en la memoria colectiva del pueblo se conserva el recuerdo, transmitido de padres a hijos, del fortísimo carácter de aquella mujer rica, avara, asmática, dura y resistente como las rocas. Su recuerdo ha perdurado hasta el presente a pesar de que ya hace unos cuantos años que fallecieron los últimos ancianos que la conocieron en vida.
Cuando nació la Pepinilla (Manuela Sastre Martín) habían pasado solamente tres años desde la desamortización, los valdeperdiceños habían dejado de pagar los diezmos a "los Benitos" de Zamora y el término lo había comprado el Señor de Villachica. Pero lo que podía haber representado para aquellos campesinos una liberación, al quitarles por fin el yugo con el que llevaban siglos uncidos como bueyes arando las tierras del señorío eclesiástico, supuso bien poco porque siguieron viviendo en unas casas y una tierra que no les pertenecían. Cambiaron los dueños y el nombre de los pagos: antes daban diezmos y primicias a la Iglesia y a partir de 1836 rentas al Señor de Villachica. Eso fue todo.
En este pueblo zamorano, incluso a pesar de su cercanía a la ciudad, la Historia casi siempre pasó de largo. Y es que en las ciénagas de miseria apenas se vive pues hay que dedicar las veinticuatro horas del día a sobrevivir. En algunas, el tiempo avanza con una tremenda dificultad; incluso parece detenerse, estancarse y oler a podrido. Valdeperdices hasta mediados del siglo XX no pudo salir del lodazal de la pobreza.
Durante la época que le tocó vivir a la Pepinilla, las mujeres parían cinco, siete, y hasta diez o más hijos. Eso si vivían lo suficiente. La mayor parte de esos niños fallecerían antes de los dos años, de manera que aquellas madres se pasaban buena parte de su vida fértil abonando con los cuerpecillos tiernos de sus bebés la tierra del cementerio, pariendo estiércol. Llevaban una vida durísima, pues trabajaban como mulas de sol a sol en la casa y en el campo mientras se tiraban nueve meses con el vientre abultado y un año con el niño a las costillas, otros nueve meses de embarazo y otro año con el segundo crío a la espalda, de nuevo con la barriga nueve meses y el año de cargar al tercero con el mantón ...y tanto desvelo para que luego el niño no superase el brote de la dentición o se lo llevaran una gastroenteritis, un sarampión o una gripe. Así una y otra vez hasta la menopausia, si no morían antes en un mal parto o de fiebre puerperal en el sobreparto. La mortalidad infantil no se reduciría hasta la segunda mitad del siglo XX. A finales del XIX y el primer cuarto del XX dos matrimonios tuvieron catorce y quince hijos respectivamente, de los catorce prosperaron seis y de los quince nada más llegaron a adultos tres. Y los hombres tampoco salían bien parados; de hecho, el porcentaje de viudas y viudos en algunas épocas fue parecido.
Las familias más pobres vivían permanentemente asomadas a un precipicio al que en cualquier momento podían caer los hijos, o incluso los progenitores. La mortalidad infantil era altísima, por falta de higiene, atención y cuidados médicos. Pero si a esos factores se unía el hambre, las posibilidades de que los niños pasaran de los dos años se reducían de un modo drástico. A causa de la desnutrición cualquier enfermedad, por leve que fuera, podía acabar con ellos. Así que heredar lo más posible, dentro de la escasez reinante, o encontrar un buen partido a la hora de contraer matrimonio era algo vital. Se trataba de una mera cuestión de supervivencia. Por eso defendían con uñas y dientes las herencias y enriquecerse en un lugar tan pobre y atrasado entonces, parecía algo imposible. Que esta mujer lo consiguiera pone de manifiesto que tuvo que ser inteligente y mostrar una prodigiosa capacidad de adaptación al medio.
En 1849, cuando la Pepinilla cumple diez años, en Valdeperdices hay dieciséis casas, de las cuales se hallan ocupadas catorce, con un total de sesenta habitantes, seguramente la mayoría, si no todos, analfabetos o casi. No llegará maestro nacional al pueblo hasta cincuenta y tantos años más tarde. Y hasta entonces solo algunos muchachos que hicieran de monaguillos y criados para el cura tendrían alguna posibilidad de aprender a leer y escribir y las cuatro reglas. Esa posibilidad seguramente no estuvo al alcance de ninguna muchacha hasta que no hubo escuela en el pueblo. De manera que la Pepinilla debió de ser analfabeta. Aunque por lo que se dice "sí debía de conocer los números y con toda seguridad sabía contar".
Los Valdeperdiceños de esa época no salieron del anonimato, no sobresalieron en nada, no hicieron nada importante por lo que merecieran ser recordados, no inventaron ni descubrieron nada que cambiara el curso de la Historia, no realizaron ninguna hazaña gloriosa, no innovaron nada, quizás ni siquiera en las tareas agrícolas. Solo, y no fue poco, ganaron la batalla a la muerte en un medio hostil, resistieron ante la miseria, el hambre y las enfermedades. Y de entre todos los resistentes destacó la Pepinilla.
Desde el fondo de ese pozo de penuria, escasez, abandono e ignorancia una mujer logró dar un salto casi imposible y enriquecerse. Y aunque lo hizo como lo hizo, hay que reconocerle el mérito. Tuvo que ser muy avispada para jugar a la perfección sus bazas con las mediocres cartas que le habían tocado en el reparto. Aunque, al parecer, ya sus padres, y antes sus abuelos, tanto paternos como matemos, le habían preparado el camino. Los abuelos paternos (Sastre-Pérez) y los matemos (Martín-Castaño), las dos familias más pudientes del pueblo, decidieron emparentarse por vía doble casando dos hijos de la primera con dos hijas de la segunda para mantener unidas las propiedades en la medida de lo posible. La Pepinilla tuvo, además, la suerte de que la hijuela de sus padres solo hubo de compartirla con una hermana, Jacoba. Habían sido cinco hermanos, pero los otros tres fallecieron de pequeños.
El siguiente paso era casarse con "un mozo de posibles" y en 1860, a los veintiún años, la Pepinilla contrajo matrimonio con Jacinto Rodrigo, un valdeperdiceño cuyo padre procedía de una familia medianamente pudiente de Almendra. De este matrimonio nacieron tres hijos aunque solo el primogénito, Felipe (1861) llegaría a adulto. El segundo se ahogó a los veintisiete meses en la fuente municipal y el tercero murió de una gastroenteritis a los seis años.
Cuentan que la Pepinilla tenía cuatro parejas de bueyes para labrar la gran extensión de tierra que traía y, además, trabajaban de forma permanente para ella cuatro hombres como criados y jornaleros, aunque luego para tareas concretas de la sementera contratara algunos más. Eso era algo completamente excepcional en un pueblo donde cada familia aspiraba, todo lo más, a una parejita de vacas o de mulas para trabajar un poco de tierra de la que sacarían, con un gran esfuerzo, numerosas fatiguicas y muchísimo sudor, lo básico para sobrevivir. Y en aquella economía de subsistencia la riqueza de aquella rácana parece que resultaba hasta obscena.
Aquella mujer no debió de tener mucha inteligencia emocional, no debió de ser un dechado de virtudes y por lo que cuentan debió de ganarse a pulso el odio de la gente, por egoísta, interesada, agarrada, usurera, despiadada y despótica. Los jornaleros que trabajaban para ella y todos los vecinos que le pedían en préstamo trigo, garbanzos o cualquier otra cosa empezaron a hablar de su avarícia, su tacañería, su antipatía y su mal genio.
"Al comer se pone una mano pegada a la mamola pa no desperdiciar un formigo", decía el primero. "Y cuando acaba la comida se coloca una aguja con la punta pan-iba, debajo la mamola, pa que se le clave si se queda traspuesta cuando le tienta el sueño y no darnos un segundo de descanso", añadía el segundo. "Es una desuellapobres. Presta a los necesitaos una ochava garbanzos o trigo pal pan de los hijos y si el año viene malo y no pueden devolverle el préstamo y los intereses a tiempo la hijaputa se queda con las tierras. Y lo hace sin tiembla, sin un ciñasco compasión. Os digo que esta víbora no tiene alma", seguía el tercero. "A piscos a piscos, está haciendo un capitalazo; pero no la envidio un pimiento porque es esclava el dinero, una agarrada, no vive más que pa trabajar y se pasa el día renegada con todo Dios", opinaba el cuarto. "Cobra pol trigo igual que don Santiago el cura, por cada carga nueve ochavas, y la cabrona, en pago, te las da con rasero y te las cobra con cogüelmo", explicaba otro.
Pero en las ciénagas de miseria, donde la vida pende de un hilo muy leve en todo momento, la moral es hasta cierto punto un lujo innecesario que uno no puede permitirse. Y lo mismo que la Pepinilla pecaría de egoísta pecarían sus convecinos de envidiosos.
Acumuló un gran capital, sí; pero todo su dinero no alcanzó para que su familia viviera en mejores condiciones que el resto de las familias de la época. De hecho por culpa de la racanería lo más seguro es que viviera peor. Además, se le murieron hijos como a otras mujeres menos afortunadas y a los ocho años de casada, en 1868, enviudó, también como otras personas del pueblo. Su marido falleció a los treinta y tres años, de "una fiebre perniciosa". Y también como otros viudos, la Pepinilla volvió a casarse enseguida. Según cuentan, para esta segunda ocasión "escogió otro mozo con posibles, pa juntar más tierra entodavía, esta vez en el término Palacios"
Con el segundo marido, Francisco Martín Román, la Pepinilla tuvo cuatro hijos, de los cuales solo dos, Jacinto (1870) y Pepa (1879), llegarían a adultos. Así pues, la herencia de aquel enorme patrimonio iba a fragmentarse poco puesto que sólo habría de repartirse entre tres: el único hijo del primer matrimonio y los dos del segundo.
El primogénito, Felipe, en marzo de 1886 tiene una hija de soltero con una moza llamada Felipa Hernández. Dos meses más tarde, en mayo, Felipe y Felipa se casaron. Y en junio, a un mes escaso de la boda, falleció él, mientras cargaba un carro de algarrobas, reventado por "una hernia estrangular", según consta en la partida de defunción. Así que Felipa quedó viuda y con una niña de tres meses. Aquella niña llevaba el nombre de su abuela paterna: Manuela.
Resulta extraño que Manuela Rodriga Hernández naciera fuera del matrimonio porque aquella enorme y monstruosa inmoralidad se daba en muy pocas ocasiones entonces en Valdeperdices. Los motivos por los cuales sucedió así ya se han olvidado y solamente queda aventurar hipótesis. Lo más probable es que la Pepinilla rechazase a Felipa como esposa para su hijo por tener menos capital. Aunque no se trataba en absoluto de una muerta de hambre. Se conserva, por ejemplo, el documento de la hijuela que le dejó su padre en 1894 y Felipa recibió 824'75 pesetas, que no estaba nada mal teniendo en cuenta que una cabra aparece tasada en diez pesetas, una oveja en siete y una gallina en dos. Además, esa hijuela no representaba más que una tercera parte de las posesiones familiares puesto que en el momento del reparto quedan vivos tres hermanos,
Se negase o no la Pepinilla a aceptar a Felipa por nuera, lo cierto es que a su nieta Manuela le dio siempre amparo. Aquella niñica huérfana de padre ablandó el corazón endurecido de la Pepinilla y durante los quince últimos años de su vida demostró que a pesar de la fama de cruel e insensible también era capaz de sentir compasión.
Felipa permaneció sola después de enviudar trece meses. En julio de 1887 contrajo matrimonio de nuevo. Su segundo marido, Antonio Martín, el Tonto, antes de casarse no había dado señales de trastorno mental, pero después de la boda empezó a darlas. Según cuentan, "los meses de verano se le alteraba la sangre más que el resto el año y era inaguantable. Se pasaba horas y horas vaciando, amenazando ... Encima, robaba haces de cebada o trigo, metía las vacas en los sembraos, los huertos y las cortinas de tol mundo ... Tenía atemorizada a la gente con los gritos y las toradas. El pueblo pidió a las autoridades que tomaran cartas en el asunto, que lo metieran en un manicomio o lo encerraran en la cárcel por ladrón; pero las autoridades no hizon caso ninguno y aquel loco seguía en Valdeperdices, unas temporadas algo más tranquilo y otras con la cabeza perdidica del todo".
Felipa y Antonio Martín el Tonto tuvieron cinco hijos, de los cuales solamente dos, Herminia (1892) y Secundino (1895) llegarían a adultos, se casarían y dejarían descendencia. Esos dos hijos convivieron poco tiempo con su padre. La que sufrió más las consecuencias de su locura fue Manuela. Según se cuenta, "era ella la que llevaba las vacas por la noche o de madrugada a comer las cortinas o los sembraos. Iba muertica miedo por si aparecía el dueño y la pillaba, pero le daba pánico lo que pudiera hacerle el loco del padrastro si no obedecía, conque cumplía las órdenes sin rechistar. Y siempre que podía iba a ver a su abuela la Pepinilla, pa que la acariñara, pa que le diera un cachico pan y pa que la cobijara de lo que le hacía el padrastro. Su abuela y su tía Pepa la vigilaban y la protegían lo que podían, aunque no pudieron evitar que el Tonto intentara abusar sexualmente de ella. Al parecer, el que consiguió asustarlo pa que no se le ocurriera volver a intentarlo fue Magín Román, un mozo siete años más joven que él que le arreó una buena somanta palos. Y parece que la paliza dio fruto porque, después, cuando el Tonto mandaba a la niña con las vacas a comer las cortinas de noche le recalcaba bien que entrara en todas menos en la de Magín. No se sabe por qué fue Magín quien le pegó pa que dejara en paz a la niñica; pero seguro que detrás de aquella paliza estaba la mano la Pepinilla".
En 1890, veinte años después de contraer matrimonio por segunda vez, la Pepinilla enviudó de nuevo. Francisco Martín murió a los cuarenta y cinco de "fiebre catarral crónica con tuberculosis pulmonar". Su hijo Jacinto tenía veinte años, su hija Pepa, once. Y la Pepinilla, con cincuenta y uno, ya no volvería a casarse.
Con frecuencia a un hijo del segundo matrimonio se le bautizaba con el nombre del primer marido. Eso fue lo que hizo la Pepinilla, pero le dio igual porque a su hijo Jacinto nada más lo llamó así la familia. Todo el pueblo lo conocía por el mote, el Parrao, "porque andaba con las piernas escarranchadas".
Jacinto el Parrao se casó en 1893 con Clara Martín Antón y tuvieron siete hijos, tres hembras y cuatro varones. En muy poco tiempo perdieron a los cuatro chicos, dos de ellos por la gripe de 1918. Llegaron a viejas las tres hijas: Dolores (1894), Ángela (1898) y Pascuala (1903). Las tres se casaron y tuvieron descendencia. A un nieto de Pascuala, mucho tiempo después, lo llamarían Parrao los compañeros en la escuela y bien que le dolía aquel mal nombre cruel basado en un defecto físico, que él no tenía en absoluto, de uno de sus ocho bisabuelos. En cualquier parte los niños pueden ser crueles, pero en los lugares pequeños las posibilidades de hacer daño utilizando el pasado familiar se multiplican.
Y, si la parte de la herencia de El Parrao habría de dividirse por tres, la correspondiente a Pepa, la hija menor de la Pepinilla, todavía se fragmentaría más pues tendría con su marido, José Prieto, “Joseote”, diez hijos. De ellos nueve llegarían a viejos: Victorina (1897), Pablo-Francisco (1899), Felipe (1901), Genoveva (1905) Leónides (1907), Adela (1909), Ana (1912), Flavio (1914) y Gervasio (1921).
Parecía que Manuela, la niña que había dejado huérfana Felipe, podría ser la gran afortunada en el reparto de la herencia de la Pepinilla. Ella recibiría íntegra la palie que le correspondía a su padre. Pero una serie de circunstancias jugó en su contra.
En agosto de 1897 todo Valdeperdices andaba patas arriba con las ventoleras del Tonto. Cuentan que se subía a Teso la Horca con una piedra de afilar y se pasaba el día y la noche aguzando una hoz y diciendo a gritos: "Pa Pititis, pa Pititis. ¿Lo sentís?, ¿lo sentís? ¡Que lo tengo que matar!, ¡que lo tengo que matar!". Llamaba Pititis a Joseote, el yerno de la Pepinilla. Se había obsesionado con él y tenía claro que debía asesinarlo con la hoz, para lo que había de llevarla bien afilada. La razón por la cual eligió a Joseote no está muy clara; pero parece que no estaba relacionada con la herencia de la Pepinilla, que entonces aún no se había repartido pues ella aún vivía. A Joseote lo llamaban así, con el aumentativo, porque "era un hombrón descomarcao, altísimo y mu fuerte y el Tonto lo amenazaba de contino pa demostrar que era más hombre que él".
Aquel agosto unos cuantos vecinos decidieron que había que hacer algo. Si le pegaban una paliza a lo mejor cogía un poco de miedo y luego dejaba al pueblo en paz. Salieron a por él y en las suertes de El Llamero el Tonto los retó: "El que tenga cojones que salte la güera". Uno de ellos saltó, el Tonto le clavó la hoz en el pecho, le alcanzó el pulmón izquierdo y al poco murió. Se llamaba Esteban Vacas. Dejó dos niñas pequeñas. y el miedo de su mujer, Filomena Román, era que también le matara las hijas. "Lo perseguían poi campo y ya se juntó to la gente y fueron todos a una pa matarlo a pedradas como al Cholerón de Villacampo". Horas más tarde en los solares cercanos al Chapazal lograron reducirlo, lo ataron a un negrillo y lo entregaron a la justicia. Estaría un tiempo en la cárcel de Zamora y luego lo trasladarían al penal de El Dueso en San toña. Regresaría a Valdeperdices, pasaría unos años, ya calmado, y después lo ingresarían en el psiquiátrico de Valladolid, donde fallecería en 1918.
Parece que durante el tiempo que pasó entre rejas todo el pueblo respiró aliviado al librarse del temor a sus venadas. Y en especial debieron de descansar Felipa, su mujer, y su hijastra, Manuela. Sobre todo ésta, a la que le había amargado toda la infancia con sus órdenes sin sentido.
En un principio Felipa pagó abogados para la defensa de su marido, lo visitó en la cárcel, le llevó ropa limpia y comida, le ayudó cuanto pudo ... Pero se conoce que la soledad llegó a pesarle demasiado y "se amontonó con un criao suyo llamado Marcelino, al que apodaban el Cirola". Tuvieron tres hijos que en las partidas de bautismo constan como "de padre desconocido". De ellos nada más sobrevivió a la infancia Vicenta (1902).
Cuando el Tonto salió de la cárcel y regresó al pueblo, El Cirola huyó a su pueblo de origen, Villalcampo. Sabiendo cómo se las gastaba con la hoz aquel trastornado, el criado y querido de Felipa cobró miedo, temió por su vida y se fue dejando a su amante y a su hija Vicenta en Valdeperdices.
La Pepinilla falleció de un ataque de asma en 1901. En esa fecha "el Tonto estaba en Santoña y Felipa ya se bía rejuntao con el Cirola". A la hora de repartir la herencia, el Parrao y Joseote hicieron una piña para engañar a su sobrina Manuela, que nada más contaba quince años y se vio sola a la hora de defender sus intereses. Heredó lo que sus tíos quisieron darle, en realidad cuatro migajas Tiempo más tarde se pelearían en público, en una solana, los dos cuñados y se acusarían mutuamente de ladrones por "berle robao a la sobrina lo que le correspondía". "Ladrón, que te quedaste s con la máquina de hacer las chichas que le bía tocao a ella", decía uno. "Más ladrón fuistes tú que te quedastes con la tierra el 6, que era suya", decía el otro. "Pos tú te quedastes con tal", añadía el primero. "Y tú con tal", sumaba el segundo ...
Manuela siempre dijo que "su abuela bía comprao pa ella la tierra el 6 y bía dicho a los hijos que ellos se quedaran con lo bueyes, pero que aquella finca tenía que ser pa la niña". Aquella tierra Manuela no la heredó. Como tampoco volvió a saber nada del dinero en metálico que tenía la Pepinilla. Un día alguien había visto a su abuela y a su tía Pepa contando billetes que iban guardando en una manga de una camisa y la manga estaba completamente llena. "De tal manga nunea más se supo, corrió burro".
Y en pago de heredar poco, buena parte de la herencia de la Pepinilla que tenía que haber pasado a su nieta Manuela la gastó Felipa para criar a los cuatro hijos de los tres hombres distintos y para salir adelante con aquel marido loco, con el amante ... La Pepinilla debía de estar revolviéndose en su tumba. Dice el refrán que si no quieres caldo toma tres tazas. Porque si en un primer momento la Pepinilla rechazó a Felipa por tener menos capital que su hijo Felipe, la nuera después le daría quebradero s de cabeza muchísimo mayores. El padrastro que dio a su nieta no pudo ser peor, cuando el marido estaba preso convivía con otro hombre ...
Manuela se casó en 1904 con Patrocinio Román y de los diez hijos que nacieron de ese matrimonio superaron siete la niñez: Feliciana (1906), Irene(l908), Amanda (1910), Ricardo (1913), Clementina (1915), Eloísa (1919) y Felipe (1927). Así que hubo que repartir lo poquito entre muchos.
Tiempo después estaban un día discutiendo una hija de Manuela con la suegra, estaban llamándose cosas poco caritativas una a la otra y la suegra zanjó la pelea diciendo: "Pepinillorra tenías que ser". La discusión la presenció otra hija de Manuela y al ver lo que le había escocido el insulto a su hermana pensó: "Del capital la Pepinilla no hemos visto una peseta ni vamos a verla jamás. Lo único que nos ha quedao de la bisabuela es que nos puedan llamar las suegras este mote como el mayor insulto del mundo. Aquí lo único que se hereda de fijo son los motes.¡ Me fastidio yo en la puñetera herencia las narices !"


Luisa Román Rodrigo

La Familia De La Tía Teresiña

Nuestros antepasados se fueron, nosotros estamos yéndonos, nuestros descendientes se irán. Y unos a otros vamos dejándonos en herencia, entre otras cosas, la vida, la memoria colectiva, la lengua, la cultura y la dignidad de sentirnos humanos.
A lo largo del tiempo los valdeperdiceños han protagonizado pocos hechos históricos de los que se estudian en los libros, no han descubierto ni inventado nada interesante para la humanidad, ni en general han alcanzado una gran fama por haber destacado en algo. Pero han hecho algo muy importante para ellos mismos, para la generación presente y para las venideras: resistir. Vencieron al hambre, a la miseria, a las enfermedades... Y en determinadas épocas de la Historia en un lugar como este esa victoria fue una  verdadera proeza.
De entre los resistentes en Valdeperdices destaca un nombre, Teresa Ballestero Vacas, porque vivió más años que sus contemporáneos y porque dejó abundante descendencia en el pueblo. Sirvan estos pocos datos sobre ella y sobre una parte de su gran familia como un pequeño homenaje a esos valdeperdiceños anónimos, humildes, duros y fuertes que, a pesar de las precarias condiciones y del atraso, aguantaron las penurias y nos pasaron el testigo.
Juliana Vacas, que había nacido en Monfarracinos en 1821, se casó dos veces, la segunda con Tomás Ballestero(s), un mozo de Arquillinos. Fruto de este segundo matrimonio nacieron dos hijos en Molacillos: Teresa (1845) y Eustaquio (1850), y una más en Arquillinos: Benita (1853). Los tres contraerían matrimonio en Valdeperdices: Teresa con Estanislao Barrocal Martín, en 1870, Eustaquio con Marcelina Sastre Martín, en 1878, y Benita con Isidoro Ramajo Román, en 1874. En cada una de estas tres parejas se daba un cierto grado de consanguinidad (3º con 4º, 3º igual y 4º igual). Eso significa que durante algún tiempo entre Valdeperdices y esos otros pueblos hubo  intercambio de gentes. Esa movilidad poblacional era bastante lógica y muy necesaria, pues entonces Valdeperdices contaba con pocos habitantes.
Todos ellos fallecerían en Valdeperdices: Juliana Vacas (1821-1887) de una úlcera cancerosa, su hijo Eustaquio (1850-1919) de nefritis, y su hija Benita (1853-1927) de enfisema pulmonar. Los tres fueron longevos para su época (sesenta y seis, sesenta y nueve y setenta y cuatro años). Pero hasta mediados del siglo XX la persona más longeva de la que se tiene constancia en el pueblo fue su hija Teresa, una mujer pequeña y menuda a la que llamaban Teresiña. Fue la primera persona de la que se sabe que pasó de los noventa en Valdeperdices. Vivió noventa y cuatro años, de 1845 a 1939. Algún anciano del pueblo recuerda que en las décadas de los años veinte y treinta cuando uno quería insultar a otro, llamándolo “viejo”, usaba la expresión: “Tienes más años que la tía Teresiña”. Entonces que alguien alcanzase los sesenta parecía bastante, que llegase a los setenta se consideraba mucho, que pasase de los ochenta era muchísimo y ya que rebasase los noventa se tenía por imposible, de manera que la tía Teresiña había logrado el gran milagro de sobrevivir muy por encima de lo nunca visto hasta entonces.
Y, con todo, la vida de aquella mujer no debió de ser especialmente fácil respecto a las de sus coetáneos. Si duró más sería solo porque era más resistente. De 1871 a 1892  sobrevivió a once partos, uno de ellos de gemelos y a los treinta y ocho años de edad. Y los tres últimos fueron a los cuarenta, cuarenta y tres y cuarenta y siete. Por otra parte, sus tres últimos años de vida coincidirían con los de la Guerra Civil. Además, de los doce hijos que trajo al mundo vio morir a siete, cinco de ellos párvulos. Aunque sufriría quizás, sobre todo, con la muerte de una de sus hijas, Juliana (1888-1924), por el modo en que ocurrió. Falleció de parto porque, al parecer, un aficionado  de médico al que llamaban Lorito y que vivía en el kilómetro 15 de la carretera de Alcañices intentó extraerle el niño y le preparó una buena carnicería. Debió de sacárselo a trozos. Según cuentan, el vientre de la fallecida siguió abultado y para meterla en el cajón en el que la llevarían al cementerio le pusieron una reja de arado encima. Juliana dejó cinco niños huérfanos, de trece, doce, nueve, siete y tres años.
Aparte del sufrimiento por la muerte de esos siete hijos que se fueron antes que ella, la tía Teresiña padecería por otra de sus hijas, Sofía (1879-1952), que se quedó ciega y cuando estuvo en edad de merecer nadie quiso casarse con ella. Se casaría ya mayor, a los cuarenta y ocho, en 1927, con su cuñado, Luis Gregorio Rodrigo, viudo de su hermana Juliana, tres años después de que falleciera ésta. Luis podía haber elegido a otra de sus cuñadas, Trinidad (1878), también soltera, para que se hiciera cargo de sus hijos; pero parece que Trinidad no debía de andar bien de salud pues moriría, con cincuenta, en 1929,  de “carcinoma gástrico”,  solo cinco años después que Juliana.
Todos los descendientes de la tía Teresiña proceden de cinco de sus hijos: Faustino-Agustín (1871-1937) casado en 1906 con Venancia Terrón, Mª Cruz (1872-1956) casada en 1896 con Isidro Gregorio, Benito-Bernardo (1874-1952) casado en 1899 con Mª de las Mercedes Rodrigo, Juana (1885-1964) casada en 1905 con Saturnino Gregorio y Juliana (1888-1924) casada en  1910 con Luis Gregorio.
La tía Teresiña vio nacer a sus  treinta y dos nietos, de los cuales catorce se casaron cuando ella vivía. Quince de sus nietos fallecieron antes que ella. Trece murieron párvulos. El nieto mayor, Sandalio, estaba casado con Lucía de la Iglesia Ballestero. Otro nieto adulto, Arsenio, estaba soltero, y cayó en la Guerra Civil. La tía Teresiña vería también morir a la viuda de Sandalio, Lucía, que se había casado en segundas nupcias con José Rodríguez Coria. Cuando ella regresaba de Almaraz de vender hortalizas, Coria estaba esperándola, escondido en un trigal, y la mató a golpes, con un estacón.
De los numerosos bisnietos que tuvo, la tía Teresiña conoció a treinta y siete, de los cuales vio morir a doce, todos párvulos. Ya no vería a ninguno de ellos casado porque cuando ella falleció, el bisnieto mayor, Alejandro Gregorio Martín, había cumplido quince años.
 Ninguno de sus hijos alcanzó su longevidad. La hija que más duró, Mª Cruz, vivió ochenta y cuatro (1872-1956). Hoy, sesenta y un año después de la muerte de la tía Teresiña, todavía vive una de sus nietas: Primitiva Barrocal Rodrigo (1921) y otra ha fallecido en 2012: Martina Gregorio Gregorio Berrocal (1913-2012). De sus nietos, por ahora  solamente dos han durado más tiempo que ella: Florencia Gregorio Barrocal (noventa y seis, 1912-2008) y Martina (cumpló noventa y ocho 1913-2012).  Dos bisnietos que ella vió nacer han muerto recientemente: Alejandro Gregorio Martín (1924-2010) y Gerardo Macías Barrocal (1927-2011). Varios de los bisnietos que ella vió nacer aún siguen con vida:, Segismundo Gregorio Martín (1927), Georfina Gregorio Martín (1931), Manuel Barrocal Román (1933), Anastasio Macías Barrocal (1933), Cesáreo Gregorio Román (1933), Delfín Román Gregorio (1933), Virtudes Barrocal Gregorio (1934), Juliana  Román Gregorio (1935), Ramón Macías Barrocal (1935), María Gregorio Martín (1936), Aurelia Macías Barrocal (1936) y  Marcelino Gregorio Román (1937). Además, viven varios bisnietos que ella ya no llegó a conocer, un montón de tataranietos, algunos choznos y algún que otro bichozno.
Por haber nacido en un lugar tan pequeño y con tanta endogamia, es bastante probable que hoy todos los valdeperdiceños vivos, aun sin ser descendientes directos,  llevemos en nuestros genes algo de la fortaleza de esta mujer.
(Todos los datos están sacados del Archivo Diocesano, de los libros parroquiales de Valdeperdices, y en ellos el apellido Ballestero(s) fluctúa, unas veces sin “s” y otras veces con “s”. En cambio el apellido Barrocal siempre aparece con “a” y no con “e” como debe ser en realidad).
Luisa Román Rodrigo





RECUERDOS DEL TÍO FORTU-1
 Esa tarde, como otras muchas tardes, “El Tió Fortu” salió de su casa inmediatamente después de haber comido y se dirigió al parque. Sabía que a esa hora allí no habría nadie. Era incluso muy probable que en esos días de mediados de octubre no fuera ni una sola persona por aquel lugar en todo el día. El Tió Fortu sabía que en Valdeperdices en estas fechas ya iba quedando muy poca gente. La mayoría de "los hijos del pueblo" que habían estado pasando los meses de verano allí, ya habían regresado a los lugares en los que vivían habitualmente. "Cada mochuelo a su olivo", solía decir él. De los pocos que todavía seguían viviendo en el pueblo, el tió Fortu sabía que a esas horas de la tarde y en esas fechas sólo unos pocos, que casi se podían contar con los dedos de las manos, estarían en las faenas de la siembra. Otros, los ya jubilados, solían jugar su partida de cartas en alguno de los dos bares. Buena parte de las mujeres, la mayoría ya de edad avanzada, estaría la mitad de la tarde viendo "sus novelorios"; después de haber terminado la novela, algunas, siempre que hiciera buen tiempo, saldrían a jugar a la brisca, bien a La Viga, bien al lado de la casa de Cesáreo. También algunas, por lo general por prescripción médica, se dedicarían a dar el preceptivo paseo.




 Él prefería ir al parque,  para tomar el sol y para estar acompañado por sí mismo. Al tió Fortu le gustaba la soledad más que la miel a las moscas. Y en esa su soledad se complacía en recordar todo lo que le había acontecido a él mismo, y todo lo ocurrido a su alrededor, a lo largo de sus muchos años vividos, que ya casi llegaban a los noventa.




 En el último año y en este sentido "andaba algo disgustado". Al ineludible paso de los años, que hacía que muchos de los acontecimientos se hubieran ido borrando en su memoria y que hacía que muchos de los recuerdos le llegaran ahora como envueltos en una espesa niebla, se unía lo que él comenzaba a temer como alguna enfermedad de tipo senil. Esto hacía que en sus recuerdos comenzaran a aparecer algunas lagunas. Cuando él se lo contaba así a su parienta, ella, la tía Julia, le gastaba bromas diciéndole que aquello ya no eran lagunas, sino mares enormes.




  Aquella tarde, poco después de haberse sentado él en uno de los bancos del parque, cerca de allí pasó un agricultor en su tractor. El tió Fortu tuvo que hacer un gran esfuerzo visual para poderlo reconocer dentro de la cabina de la máquina. Ese reconocimiento y el posible lugar al que el agricultor se dirigía , según el tió Fortu,  lo llevó a él a recordar algo que le aconteció en su infancia.




 Desde el parque el tió Fortu podía ver la casa de Felipe, el hijo de Felipe el del “tió” Santos, al que también se le conocía como Felipe el de Primitiva. Y vio en su recuerdo lo que fue la era y la caseta de Amador. Y entonces se vio a sí mismo como niño, subiendo la cuesta del Salinar.




  Hacía ya unos años que, al recordar esto, el tió Fortu se cabreaba consigo mismo, porque ya no era capaz de saber si aquello había ocurrido cuando tenía ocho o cuando tenía diez años. Todo, porque a veces le parecía que eso había sido cuando la boda de su hermano mayor, lo que haría que él entonces tuviera ocho años; pero otras veces le parecía que aquel año había sido el mismo que aquel en que había muerto su abuelo Blas, lo que haría que él entonces tuviera unos diez años. Y maldecía aquella maldita niebla que se le ponía en su mente y le impedía ver los recuerdos con la claridad que él hubiera deseado. Así y todo, se dejó llevar por esos recuerdos.




 El niño Fortu, montado sobre su burra de raza zamorana, a la que llamaban Granera, fue ascendiendo por la cuesta del Salinar. Dejó a la derecha la caseta de Amador. Algo más arriba, y también a la derecha, en ese su recuerdo como entre brumas, había una mujer que estaba sacando barro, un barro blanco con el que las mujeres encalaban o blanqueaban las paredes interiores de sus viviendas. Debían hacerlo con relativa frecuencia, dado que el encalado se soltaba con mucha facilidad de las paredes, a poco que uno se rozara con ellas. En aquella ocasión la mujer en cuestión estaba ya terminando de llenar un costal con aquel polvo blanco, que todo indicaba que no era otra cosa que caolín; es decir, arcilla blanca.




  Al recordarlo, el tió Fortu llegó a la conclusión de que en aquella ocasión la mujer no estaba sacando barro blanco para blanquear las paredes de su casa, sino para sacar unas perrillas, vendiéndolo en algunos de los pueblos "del otro lado del río", como podrían ser Villalcampo, Cerezal o Carbajosa.




  Y en ese momento en el rostro del tió Fortu asomó una pícara sonrisa, al recordar que en Valdeperdices, y en aquellos años de su infancia, algunas mozas también usaban algunas veces ese barro a modo de producto de cosmética, para aclarar el color de su cara.




  Recordó también que en Valdeperdices, además de en ese lugar de El Salinar, se sacaba ese barro blanco de una zona próxima a Peñagallegos. Allí incluso había en una finca del señor Andrés un gran pozo sin agua del que se sacaba esa arcilla blanca. Tal vez por eso, a aquel lugar de Peñagallegos algunos lo denominaban como La Barrera. El tió Fortu recordó que también había otro lugar en el que los valdeperdiceños extraían barro blanco; ese lugar no era otro que Valdenisteba.




  El niño Fortu, de ocho o diez años, continuó  subiendo por El Salinar. Y fue entonces cuando la bruma que empañaba la  memoria del tió Fortu fue como arrastrada o barrida por un fuerte viento. De ese modo el tió Fortu comenzó a ver todo clara y nítidamente. Era un jueves de primavera y como en el aquel entonces los jueves por la tarde los niños no tenían clase, su madre lo había mandado llevar la comida a su padre que estaba arando en la "Cuesta el Trillo”. Era algo que no le disgustaba porque lo único que había que hacer en esos casos era ir montado en la burra, llegar, comer y regresar, generalmente haciendo correr a la caballería, lo que para él era una bonita diversión.




  La ida solía ser aburrida porque, al llevar la comida y el agua en las alforjas, había que ir con bastante cuidado. Pero aquel día, un maravilloso día de alta primavera, el camino, a pesar de ser un largo recorrido de unos 6 km, no se le iba a hacer cansado. Y eso porque todo a su alrededor desbordaba alegría, música, colores, olores… Era la luz cegadora de alta primavera. Era la alegría hecha música en los trinos de los pájaros. Era el canto de los roques (ruiseñores), tordos, tordas pedresas (zorzales), tordas carreteras (mirlos), abubillas, cucos, críalos, etc. Era especialmente el coreche-ché de las perdices, que no cesaban de cantar. Era la policromía, a veces armoniosa de todos los verdes en los cultivos, a veces rota por el maravilloso contraste de los rojos, los morados y los amarillos de las malas hierbas, principalmente amapolas, nabestros, gatuñas y  cantuesos. Eran los aromáticos olores de las hierbas recién segadas y de los arbustos en flor.




  Siguió avanzando y... ¡qué espectáculo de color y olor al pasar por el Montico! La pradera allí, de un verde clarito, daba paso al verde oscuro de las jaras, nevado por el blanco de sus flores. El olor que exhalaban  estos arbustos era embriagador.




  Admirando extasiado  tanta belleza,  iba haciendo el recorrido sin que se diera cuenta de por dónde estaba pasando. Dejó atrás la Parcela Palacios.




     Ya llegando a Fuenteblanca, sus ojos lo llevaron a las casetas del nueve. Vio o creyó ver las ruinas de lo que habían sido.




El tió Fortu entonces, tal vez por aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, sintió nostalgia por el hecho de que algunas edificaciones que él conoció en su infancia y juventud habían ido convirtiéndose  en ruinas o habían desaparecido por completo. Y volvieron a su memoria varias de las casetas, así como las Casas Viejas y las Casas del Monte. Y no pudo menos de recordar algo que en éstas últimas ocurrió y dio mucho de qué hablar. Se trataba de lo considerado por las gentes de entonces como una muy mala acción del cacique de la zona y que había consistido en embarazar a una joven de Valdeperdices que entonces trabajaba para él.




  Siguió avanzando el niño Fortu y, ya al llegar al Camino el Lomo, el espectáculo cambió por completo. Entonces los colores pasaban de los verdes a los marrones; una armonía de marrones en las tierras aradas, rota a veces por los verdes de los ribazos  y de los brotes tiernos de las cepas en los bacillares.




El niño Fortu siguió por el Camino Zamora. En un momento dado fijó su mirada en una pequeña edificación un tanto ruinosa. Después, aquella misma noche, alguien le diría que aquello era lo que quedaba de lo que había sido la "caseta del tió Jacinto el Parrao”. Al parecer, en su día alguien la había construido para "guardar la viña".




El niño Fortu seguía avanzando. Llegó a Valperero. Allí dejó que la burra Granera bebiera en la charca, ya casi seca.




El tió Fortu recordó entonces que "esa dichosa laguna además de coger poca agua, enseguida la deja escapar".




El niño Fortu siguió su camino. Al llegar a la Cuesta el Trillo, y concretamente a la tierra en la que debería haber estado su padre, arando, resultó que allí no pudo ver a nadie, por la sencilla razón de que allí nadie había. La tierra estaba ya arada y su padre se habría ido a otro lugar. Eso en principio no era nada extraordinario ni raro. No era la primera vez que eso le había ocurrido, porque entraba dentro de lo posible que su padre terminara de arar una finca antes de lo previsto. Lo que no era normal era que su padre la noche anterior o aquella misma mañana no les hubiera avisado, a su madre o a él mismo, de esa posibilidad, y que no les hubiera dicho a qué tierra iría a arar, una vez que hubiera terminado la de la Cuesta el Trillo. Y entonces al niño Fortu le empezó a oprimir el peso del no saber qué poder hacer. Aunque en alguna ocasión anterior ya le había acontecido algo parecido, eso había sido en lugares próximos al pueblo, donde "andaba" más gente a la que poder preguntar y que le podía "dar razón" del paradero de su padre o de su hermano mayor. Pero allí, en la Cuesta el Trillo, a 6 km del pueblo, aquel día por allí no se veía nadie; ni un solo gañán ni un solo pastor. En lo de los gañanes podía ser que estuviera equivocado, pues cabía la posibilidad de que sí hubiera por allí alguno al que el arbolado de aquella zona impidiera ver. En lo relacionado con los pastores tenía la absoluta seguridad de que por allí ese día "no andaba" ninguno, porque de lo contrario habría oído el ruido de las cencerras de las ovejas.




En aquella situación al niño Fortu no se le ocurría qué podría hacer. Ponerse a buscar a su padre, yendo de un lado para otro sin pista alguna, eso era como buscar una aguja en un pajar. Debía descartarlo. Regresar a casa, suponía dejar a su padre sin comida. Finalmente, tal vez porque el peso de la responsabilidad lo tenía atenazado y no le permitía hacer otra cosa, se decidió por quedarse allí quieto, parado, esperando no sabía qué. Y eso sí, llorando, llorando desconsoladamente. Y así estuvo esperando un tiempo que, tal vez no fuera demasiado, pero que a él se le hizo eterno.




Cuando ya el niño Fortu ni siquiera lloraban, porque posiblemente ya no le quedaran lágrimas, vio que su padre se le acercaba. Aunque tarde, su padre se había dado cuenta de su error y volvió, procedente de Piedralagar, para tranquilizarlo, consolarlo, animarlo y pedirle disculpas.




De lo que ocurrió después aquella tarde, ni el niño Fortu ni el tió Fortu recuerdan nada.




El tió Fortu, ahora, a sus casi 90 años, mientras se encuentra sentado en un banco del parque, él solo, con sus pensamientos y con su soledad, mientras toma el tibio sol de una tarde de otoño, piensa que qué tiempos aquellos en los que los padres, por mucho que los quisieran, que los querían, se veían obligados a enfrentar a sus hijos con situaciones como la que había recordado aquella parte.

     RECUERDOS  DE “EL TIÓ FORTU”  2
                     Un día de perros.

Aquella tarde, como otras muchas tardes, el tió Fortu estaba sentado en el parque, en su banco de costumbre y, también como de costumbre, tomando el sol y dejando que su mente lo llevara muchos años atrás, recordando episodios de su ya larga vida pasada. En un momento dado esa su mente nostálgica se empeñaba en presentarle imágenes de cuando él era un mozuelo y comenzaba a "andar detrás de las mozas". Y fue en ese momento cuando pasaron cerca de allí dos tractores, llevando paja en la pala. La diferencia entre ellos era que uno la llevaba en un gran rollo cilíndrico y el otro, en una gran paca, eso que aquí llaman alpaca.
Y entonces el tió Fortu pensó que qué diferencia en el modo de hacer las cosas antes y ahora. Para empezar, en su infancia y juventud a aquello que transportaban aquellos tractores no se le habría llamado paja, sino, como mucho, pajas. Antes, al ser triturada por los trillos en las parvas, la paja quedaba casi molida. Los trocitos mayores no sobrepasaban los cuatro o cinco cm; alguna quedaba tan molida que casi parecía harina; a ésta se le daba el nombre de muña. Con esta consistencia, para transportarla había que recurrir a costales, sacos y cestos. Cuando había de ser transportada en los carros, a éstos había que añadirle telerines y redes de malla poco rala. Así y todo, en los carros había que encalcarla muy bien para que no se saliera por los agujeros de la malla.
Momentáneamente al Tió Fortu lo sacó de sus recuerdos Patro, que pasaba por allí. Patro es un valdeperdiceño de nacimiento que, aunque habitualmente no vive en el pueblo, sí pasa en él algunos meses del año. Patro conoce muy bien al tió Fortu.
— ¿Qué, a solas con sus recuerdos?
— Patro, tú ya vas teniendo una edad suficiente para poderme comprender. Cuando somos niños y jóvenes no hacemos otra cosa que proyectar planes para el futuro. Cuando ya somos viejos y consideramos que ya no nos queda futuro, no hacemos otra cosa que complacernos recordando el pasado.
Patro mostró una sonrisa comprensiva que el tió Fortu agradeció. Después continuó su camino.
El anciano, de casi 90 años, volvió de nuevo a sus recuerdos. Lo de los tractores transportando paja lo hizo volver a su infancia y concretamente a un día en el que "casi todo me salió mal", “un día de perros”.
Era uno de los últimos días de agosto. El niño Fortu tenía entonces diez años. Por la causa que fuera, aquel año los de su familia "andaban traseros" en las faenas de la senara. Ya la mayoría de sus convecinos "habían barrido sus eras”, unas eras que en aquellos días ya estaban adornadas por las “comemeriendas”, esas flores, entre rosas y moradas, que parecen salir directamente de la tierra.
Sólo ellos, los de su familia, y unos pocos rezagados más, todavía estaban "bajando la paja".
La noche anterior el niño Fortu, de diez años, se había dormido muy tarde, porque había estado, ya en la cama, de cháchara con su hermano Sixto, sólo dos años menor que él. Hacía poco que se había dormido cuando, ya amaneciendo, fue llamado por su madre y por su hermano mayor, para que desayunara algo y se fuera después con él, en el carro, hasta la era. Debía acompañar a su hermano mayor para colaborar con él en la tarea de llenar el carro con paja, que después se llevaría al pueblo y concretamente al pajar que tenían adosado a la vivienda. El trabajo de colaboración del niño Fortu consistiría en encalcar, con pies y rodillas, la paja que con la “bienda” echaría su hermano dentro del carro.
El haber estado buena parte de la noche de cháchara con el hermano pequeño hizo que el niño Fortu después, por la mañana, estuviera medio dormido y poco apto para el trabajo que debía realizar. Mientras duró el llenado del carro, varias veces su hermano hubo de avisarle de que debía “espabilar” y moverse con más eficacia. Él no hizo demasiado caso, no por que esa fuera su voluntad, sino porque su cuerpo no le respondía.
Una vez cargado el carro, hicieron el recorrido de casi 2 km hasta el pajar. El camino era de tierra y piedras. El movimiento del carro con constantes sacudidas hizo que, por no estar bien encalcada la paja, ésta en una cantidad importante se fuera por los huecos de la red y se quedara regada por casi todo el camino. De esto no se percataron hasta haber llegado al pajar, ni Fortu, que iba subido en el carro en su parte delantera, ni su hermano, que iba andando, larga vara al hombro, delante de las vacas.
Al darse cuenta su hermano mayor de que habían dejado buena parte de la paja regada por el camino, se puso furioso y comenzó a echarle una gran bronca a Fortu. Seguramente la bronca no se habría quedado en eso, de no haber llegado su madre que, aunque ella también se sumó a lo de la bronca verbal, al menos no permitió que el mayor de los hermanos zurrara a Fortu.
Cuando fueron a realizar el segundo viaje, los acompañaron su madre y Sixto. La madre iba para, con barrendero de “ajujeras”, comenzar a barrer las zonas de la era en las que ya se pudiera hacer esa tarea.
Nada más llegar a la era, su madre mandó al niño Fortu que fuera a abrir la puerta de la caseta de los pollos.
¿Que qué era eso de la caseta de los pollos? Es posible que convenga hacer una pequeña aclaración. Para ello nos vamos a servir de lo que ya en su día dejó escrito Patro en sus 




  RECUERDOS DE EL TIÓ FORTU. 3
               Un día de helada.


Esa tarde al Tió Fortu no le pareció oportuno ir al parque. Todo, porque hacía un frío "que cortaba". Era una tarde de la tercera decena de noviembre. No había ni una sola nube en el cielo; el sol calentaba lo que podía, pero eso no era suficiente para compensar que el viento, procedente de Palacios del Pan, trajera un frío que se colaba hasta los huesos. 


Después de comer, el tió Fortu tuvo la tentación de quedarse en casa, medio tumbado en el tresillo y viendo algo en la tele. Ese algo casi siempre era algún documental sobre animales, de los de la segunda cadena. Pero se dijo a sí mismo que eso no era bueno para su organismo y que debía al menos salir a que le diera algo el aire y que lo "desapolillara". Y entonces pensó que el mejor lugar en el que podría estar aquella tarde era en las solanas de El Piñedo. Allí, seguramente, no haría demasiado frío, al menos "mientras allí diera el sol". Sabía de sobra que en aquel lugar no molestaría el viento, detenido éste por el pequeño montículo de rocas de pizarra. 

En el recorrido que tuvo que hacer desde su casa hasta El Piñedo "no vio ni un alma". 

Una vez que subió la pequeña rampa que conduce a las solanas, se dirigió a la de los hombres y allí se sentó, "cara al sol, con el tabardo viejo" — solía decir él. 

Enseguida pudo ratificarse en sus sospechas. Allí se estaba francamente bien, incluso "en aquel día de perros". Y enseguida también pensó en la suerte que tenían los valdeperdiceños por el hecho de que sus antepasados se hubieran puesto a sacar allí las piedras, para construir sus viviendas, y que, llegado el momento en que esas piedras no eran de buena calidad, lo hubiesen abandonado, dejando así aquellas oquedades que tan bien servían como perfectas solanas. 

Allí estuvo toda la tarde, sin que nadie fuera a hacerle compañía. Tan sólo pasaron por la zona de El Plantío, de camino hacia las pistas, los nietos de Enrique y los de Serafín. Eso le hizo pensar que ese día "no habría escuela", porque, si no, "no andarían esos muchachos por allí". 

Y recordó que muchos años atrás, en una tarde como aquella, allí habría habido mucha gente. Hombres y mujeres habrían salido a tomar el sol, no sólo a las dos únicas solanas en las que ahora solían sentarse; también en otras, como las situadas detrás del "güerto" del tío Patrocinio, o las de "por arriba" del transformador de la luz, o en las del Camino Zamora. 

Las mujeres entonces habrían llevado allí, para sentarse, las sillas bajas, de madera y de culo de paja trenzada. Además de las sillas, las mujeres habrían llevado algo para coser, hilar o tejer. Los hombres no solían llevar más que la lengua que le servía para estar en amena charla. 

Cuando el sol se fue por Tesolahorca, el tió Fortu supo que allí ya no tenía nada que hacer y que, de continuar allí, se quedaría congelado. Decidió que había llegado el momento de regresar a su casa. En el trayecto el intenso frío reinante le hizo recordar un día de un año de su niñez. "Entonces sí que eran duros los inviernos", pensó. 

Una mañana de un día de invierno el niño Fortu, estando todavía en la cama, oyó decir a su madre que "era parda la que había caído". Su madre se estaba refiriendo a la helada. Ya en días anteriores "habían caído buenas". También en este caso la madre se estaba refiriendo a las heladas; unas heladas que habían hecho que toda el agua de El Regato, desde Tesorredondo a la Gadaña, estuviera hecha carámbano, un carámbano que los muchachos no eran capaces de romper ni a pedradas. Pero, según decía su madre, la de aquella noche había sido todavía mucho peor. Además, también según su madre, todo era mucho más llamativo porque, antes de comenzar a helar, habían caído cuatro gotas. Éso había hecho que los negrillos de los “güertos” estuvieran completamente blancos, que de las canales de los tejados colgaran “caramelos” puntiagudos de casi medio metro y que todo el suelo estuviera cubierto de una capa de hielo que parecía como si le hubieran puesto un cristal por encima. 

Todas esas cosas escucharon decir a su madre el niño Fortu y su hermano menor, el niño Sixto, desde la cama. Era un día de vacaciones y ellos no tenían que ir a la escuela. De no haber sido por la curiosidad que despertaron en ellos las palabras de su madre, aquel día, con el frío que hacía y sin tener que ir a la escuela, se habrían quedado un rato más en la cama. Pero en aquella fría mañana la curiosidad actuó de despertador y pudo más que sus ganas de estar acostados. 

Cuando los dos niños asomaron a la calle, enseguida se dieron cuenta de que su madre no había exagerado en absoluto. En efecto, la helada era de las malas... malas, pero eso no era inconveniente para que hubiera dejado todo de "un bonito que pa qué". Blanco, blanco, estaba todo blanco; y era un blanco que no era igual que el de la nieve, pues tenía muchos más reflejos y matices. Para el niño Fortu y el niño Sixto aquello era un espectáculo único, un espectáculo que ni en el mejor de los sueños podrían haberse imaginado. Pensaron incluso que no volverían a ver nada igual en toda su vida. Y en este sentido, aunque no acertaron del todo, casi... casi. Habría de pasar mucho tiempo hasta que, en uno de los primeros años de la década de los 70, pudieron volver a ver algo parecido. 

Aquella mañana de su infancia al niño Fortu y al niño Sixto les habría gustado salir corriendo por las calles y por las afueras del pueblo para presenciar de cerca absolutamente todo aquello. No pudieron hacerlo, porque su madre se lo impidió. Según ella, en aquellas circunstancias y en aquellas condiciones no se podían aventurar a salir a la calle sin riesgo de caerse y romperse algún hueso. Según ella, cuando lo hicieran, debería ser con un calzado adecuado. 

Tanto el niño Fortu como el niño Sixto sabían que en casos así el único calzado que podía ser medianamente adecuado eran "cholas con herraduras". Aunque ellos sí tenían cholas, en aquellos últimos días éstas no tenían herraduras. Todo, porque unos días antes o se les habían desgastado o las habían perdido, al caerse los clavos que las sujetaba. Eso había hecho que ya en los días previos hubieran “besado el suelo”, al resbalar y caer. Le habían pedido a su padre que le pusiera herraduras nuevas a las cholas. Él se lo había prometido e incluso había comprado las herraduras y los clavos pero, sin saber muy bien la causa, lo había ido demorando. 

Aquella mañana de “la helada parda” los dos niños apremiaron al padre para que cumpliera lo prometido. Para facilitarle las cosas, ellos mismos llevaron hasta donde se encontraba su padre todo lo que éste necesitaba: la clavera, las tenazas de carpintero, el martillo, las herraduras nuevas y las “puntas de fuelle”. 

Una vez que el padre realizó el trabajo necesario, los niños se calzaron las cholas y salieron a la calle. Pronto se dieron cuenta de que, a pesar de las herraduras, debían andar con mucho cuidado, si no querían terminar con sus huesos en el suelo. Pronto también, se unieron a un grupo de ocho o diez niños de la misma o parecida edad que ellos. Juntos fueron buscando las edificaciones que tenían los tejados más bajos. Parte de la mañana la pasaron entretenidos en golpear los “caramelos” colgantes de los tejados, para que se soltaran de las tejas o de los “refaldos” y que se hicieran añicos al caer al suelo. 

Cuando se aburrieron de hacer eso, se fueron a los “güertos” de los árboles que estaban entre el pueblo y El Piñedo. Allí la diversión estaba en sacudir los troncos de los negrillos más delgados, a fin de que de sus ramas se desprendiera el “cenceño” que, al caer, dejaba el suelo completamente blanco y algunas veces, también el cuerpo del niño que había golpeado el tronco del árbol, si no se daba buena prisa para salir corriendo de debajo de él. 

Cuando se cansaron de lo que estaban haciendo en la arboleda de los negrillos, se fueron hasta el embalse, que ese año estaba completamente lleno. En la zona denominada el Cajastro su diversión estuvo en lanzar piedras para que, cabalgando éstas sobre el hielo, llegaran a la orilla opuesta, hasta alcanzar las rocas de El Pozón. 

Ya cerca de mediodía fueron a ver cómo estaba la laguna de Tesorredondo. Alguien les había dicho que años atrás, y en un día similar a aquél, un mozo del pueblo se había atrevido a cruzar la laguna, caminando sobre el hielo. Por el camino los muchachos se iba preguntando si ese día el carámbano de la laguna sería lo suficientemente gordo como para poder soportar el peso de una persona, sin romperse. Cuando llegaron a la charca, lo primero que hicieron fue tantear en la orilla. Con satisfacción pudieron comprobar que el carámbano aguantaba muy bien su peso. Enseguida Sixto y un amigo suyo y de su misma edad, que era "tan echao palante" como él mismo, comenzaron a expresar su decisión de cruzar la laguna de un lado a otro, andando sobre el hielo. El niño Fortu, algo mayor en edad y en sensatez que su hermano y que el amigo de éste, consiguió convencerlos del riesgo que eso suponía y de que no debían hacerlo, al menos hasta no haber comprobado antes bien el peso que podía soportar el carámbano de la laguna. 

De todos los muchachos que componían el grupo, los dos más mayores en edad aconsejaron poner en práctica algo de lo que ellos habían oído hablar y se lo explicaron a los demás. Para poderlo hacer, algunos de los muchachos fueron al pueblo y minutos después regresaron con lías y trozos de maroma. Otros buscaron por las cercanías de la laguna. Volvieron con un viejo tablero, de los de los carros, que habían encontrado, haciendo de puerta, en el “portillo” de una cortina. Unieron entre sí las lías y los trozos de maroma, hasta conseguir que todo el entramado tuviera una longitud mayor que el diámetro de la laguna. A continuación ataron las lías al tablero. Después colocaron éste en una orilla de la laguna y sobre el hielo, hecho lo cual pusieron sobre el tablero un peso de piedras similar, según su criterio, al de una persona. Finalmente, y desde la otra orilla, comenzaron a tirar de las cuerdas. Fue para toda la chiquillalería una gran alegría, que celebraban con risas y con gritos de júbilo, ver cómo el viejo tablero y su carga se desplazaban sobre el hielo y cómo éste aguantaba el peso, sin dar muestra alguna de querer romperse. 

El paso siguiente fue hacer lo mismo pero cambiando la carga, que pasó a ser el amigo de Sixto, que era el más atrevido de todos, además de ser el que menos pesaba. Después se fueron turnando y repitieron la escena hasta que lo hicieron varias veces todos los niños y quedaron satisfechos. Pero entonces ocurrió que algunos de ellos, los más “echados para adelante”, comenzaron a decir que cruzar la laguna así no era valentía ninguna, y que había que hacerlo sin ayuda; es decir, andando sobre el carámbano. 

Una vez más el amigo de Sixto fue el primero en intentarlo y en conseguirlo, sin aparente dificultad. Todos lo abrazaron y lo aplaudieron al llegar a la orilla. El siguiente fue Sixto, el hermano menor del niño Fortu. El resultado no fue el mismo. Cuando estaba en el centro de la laguna, el hielo comenzó a agrietarse a su alrededor y a producir sonidos alarmantes. Él entonces se detuvo y quedó como petrificado y sin atreverse a mover ni un dedo. Pasado el susto inicial, comenzó a reflexionar. Era consciente de que allí no se podía quedar, pero temía que, si se movía, el carámbano terminaría por romperse y él quedaría allí atrapado. En principio el grupo de niños se quedó tan asustado y paralizado como Sixto y fue entonces cuando el niño Fortu reaccionó con rapidez y con eficacia. Dijo a su hermano que no se moviera. Tirando de las lías, hizo que el tablero se situará al lado de su hermano Sixto. Entonces el menor de los dos hermanos se subió al tablero y sobre él llegó a la orilla, arrastrado por sus amigos que tiraban de las cuerdas. 

El tió Fortu, a sus casi 90 años, al recordarlo se preguntaba qué le habría ocurrido a su hermano, de haberse roto totalmente el hielo o de no haber dispuesto a su debido tiempo del tablero y de las cuerdas. Pensaba también que qué insensatos somos algunas veces.


Patrocinio Berrocal

 EL TIÓ FORTU — CUATRO

Era una mañana de uno de los primeros días de diciembre. El tió Fortu, nada más levantarse de la cama, hizo lo que hacía todas las mañanas: acercarse al gran ventanal del comedor para ver qué aspecto tenía el día. Le alegró lo que vio. No le importaba que a aquella hora todavía hiciera un frío de esos que ponen rojas las manos y las orejas y la nariz. Eso lo dedujo porque, sin haber nevado por la noche, los tejados que se veían desde su comedor estaban completamente blancos. El tió Fortu estaba seguro de que conforme fuera avanzando la mañana "la cosa cambiaría". Su larga experiencia le decía que ese día, sin nubes y sin viento, alcanzaría, al menos al sol, una temperatura bastante agradable.
Permaneció en casa hasta unos minutos antes de "la hora del médico". Entonces salió de casa y se dirigió al edificio anejo a lo que en su día habían sido las escuelas y que era el lugar en el que pasaban consulta el médico y la enfermera. Cuando él llegó, ya había en la sala de espera otras seis personas, todas ellas de edad avanzada. "Todos viejos", pensó el tió Fortu. "No quedamos más que viejos y cada vez menos", siguió pensando el tió Fortu, “esto se acaba. Los viejos, por ley de vida, nos tenemos que ir. Niños, no quedan. Como no ocurra un verdadero milagro, cosa que no creo, esto poco dura”.
Y recordó entonces que allí mismo, en el lugar en que los otros viejos y él mismo estaban sentados en esos momentos, hubo una época en la cual aquello era "el recreo de los niños", un porche o patio semicerrado, en el cual en esa época recordada habría habido un verdadero hervidero de niños. Recordaba también que a él eso no le tocó, porque las escuelas que se hicieron donde antes había estado el trinquete, se hicieron cuando él ya había dejado de ir a la escuela. No obstante, eso no le impedía saber que allá por los años 50 y 60 del pasado siglo a aquella hora en que los otros viejos y él mismo estaban sentados en la sala de espera del consultorio médico, allí mismo habría estado jugando y gritando casi medio centenar de chiquillos. No dejó de recordar que no lejos, donde ahora está "el bar de arriba", "el club de jubilados" o "el tele club", como cada cual prefiera denominarlo, había un idéntico lugar, en el cual habría habido otras tantas muchachas.
El tió Fortu no tuvo mucho tiempo para seguir recordando. Como él sólo había ido para mirarse la tensión y eso lo hacía la enfermera, fue llamado enseguida por ella.
Salió contento. Le había dicho la enfermera que, aunque picaba algo a alta, su tensión podría ser considerada como normal, dada su edad. Eso hacía, según ella, que no fuera necesario ningún tratamiento con medicamentos ni ninguna dieta alimenticia especial.
Una vez en la calle se sentó en uno de los dos bancos existentes al lado del consultorio médico. No se estaba mal allí. El sol daba de lleno. Así y todo no era su intención estar mucho tiempo en ese lugar. Si se había sentado, era sólo porque había querido darse tiempo a sí mismo para decidir qué era lo que finalmente debía hacer aquella mañana, hasta que llegara la ahora en que "la parienta" lo llamara para comer.
No tardó demasiado tiempo en decidirse. Iría dando un paseo hasta el cementerio y regresaría al pueblo por el Camino Almendra.
Pasear ahora por el Camino San Pedro es un placer, pensó. Ahora es ancho y está totalmente hormigonado. Qué diferencia, siguió pensando el tió Fortu, con aquel otro que no tenía más anchura que la existente entre las dos ruedas de un carro y en el que no había otra cosa que piedras y barro.
Caminó lentamente disfrutando de la soleada mañana y observando detenidamente todo lo que había a uno y otro lado del camino. Ya cerca de la puerta enrejada del camposanto el tió Fortu estuvo mirando durante unos minutos "los dos cementerios", el nuevo y el viejo. A él el nuevo, al que consideraba como el de los lujosos panteones, "nada le decía". Al fin y al cabo, él allí no tenía a nadie de sus ascendientes. Así pues, su mirada se dirigió al viejo, al de las viejas cruces, ya medio oxidadas, y los pequeños montículos de tierra. Y se emocionó mucho más de lo que él mismo hubiera deseado. Allí sí estaba su gente. Aunque entonces ya no quedaba nada que lo indicara, el tió Fortu sabía los lugares exactos donde ya hacía muchos años habían sido dejados los restos mortales de sus antepasados. Hacía tantos años que, siguiendo el riguroso turno de enterramientos, en esos mismos lugares ya habían sido enterradas otras personas. Y entonces el tió Fortu le surgió la pregunta: ¿por qué se había hecho un cementerio tan pequeño? De haberse hecho de mayor superficie, siguió pensando el tió Fortu, no se habría tenido que llegar a abrir fosas para que éstas fueran ocupadas por otros difuntos.
La verdad es que el tió Fortu tenía muchas dudas sobre todo lo relacionado con ese cementerio y otros cementerios existentes anteriormente en Valdeperdice, así como de otras formas de enterramientos.
 Luisa Román, la hija de Felipe el del tió Patrocinio, le habría podido decir, porque para ello había investigado todo lo necesario, que hubo un tiempo, siglos atrás, en que los valdeperdiceños eran enterrados dentro de la iglesia del pueblo. También le habría podido dar datos sobre el cementerio exterior que allá por 1834 se había hecho detrás de la iglesia (de cara a la casa de Juanito y de la cortina de Serafín). Aunque el tió Fortu no sabía cuándo había comenzado a existir ese cementerio anejo a la iglesia, ni cuándo había cesado en sus funciones, sí recordaba aquel pequeño espacio, cercado por una pared de poco más de 1 m de altura y hecha a mampostería con piedras de pizarra. Lo recordaba como un recinto abandonado, lleno de malas hierbas, entre las que destacaban cardos, ortigas y “cibutas”.
Luisa Román le podría haber dicho que la ubicación actual del cementerio, en el Llamero, data de la segunda década del siglo XX. Es cierto que lo que está documentado es que en 1927 el cementerio ubicado en el Llamero, y que hasta entonces era municipal, pasó a ser propiedad de la Iglesia, por cesión de la corporación municipal. Lo que con eso no queda claro es cuánto tiempo antes había sido construido, aunque no parece probable que fuera mucho.
El tió Fortu esa mañana echó en falta en el cementerio viejo de  el Llamero un pequeño recinto adosado a él. El tió Fortu lo recordaba en la esquina "que daba para adelante y para abajo”. Ese pequeño recinto adosado al cementerio había servido para enterrar en él a los que se habían suicidado, a los que por ese motivo la Iglesia no les reconocía el derecho a ser enterrados "en lugar sagrado".
Recordando esto último, el tió Fortu notó cierto malestar que recorrió todo su cuerpo. Los pocos pelos que ya le quedaban "se le pusieron de punta", recordando esos casos de suicidios habidos en Valdeperdices. Habían sido cuatro entre los años 50 y principios de los 90 del siglo XX. Cuatro casos de suicidios en 40 años le parecían demasiados para una localidad de tan escasa población. Y eso sin contar otros casos que llegaron  a su mente como intentos fallidos de suicidio, que también los había habido.
En esos y en otros recuerdos, especialmente los referidos a sus familiares ya fallecidos, gastó algunos minutos más el tió Fortu. Pero llegó un momento en el que esos recuerdos sirvieran para que él se emocionara más de lo debido, según su criterio; tanto, que las lágrimas comenzaron a pedir paso. Como el tió Fortu no quería dejarse vencer por esos sentimientos, decidió largarse de allí.
Continuó caminando hacia el Camino Almendra. Ya cerca de éste, dejó a su izquierda una laguna o charca que ha sido hecha en los últimos años. Haciendo cálculos visuales, le pareció que la laguna en cuestión podría estar ubicada en la cortina que fue propiedad de Ricardo el de Presenta. Le llamó la atención que el carámbano que se había formado durante la noche en la laguna, en ese momento, medio derretido por el calor del sol, estaba rompiéndose; los trozos flotaban sobre la superficie del agua como si fueran grandes nenúfares.
Ya en el Camino Almendra, buscó un lugar en el que sentarse. Al no encontrar nada mejor, lo hizo sobre la pared de la cortina de Eladio. Una vez allí sentado, dejó volar sus recuerdos, aquellos que tenían algo que ver con el Camino Almendra.
De pronto se dio cuenta de que eran muchas las cosas que a lo largo de su vida le habían acontecido en aquel camino y en sus alrededores. Sin saber muy bien la causa, el episodio que recordaba con más precisión era uno que tenía que ver con la molienda.
Aquello tuvo que ser, pensó el tió Fortu, nada más terminar la guerra, pero ya muy avanzado el otoño. Él entonces ya "había dejado de ir a la escuela", pero todavía su padre no lo había dejado con la responsabilidad de hacer los trabajos más exigentes en las faenas del campo y que estaban reservados a los más mayores.
Una mañana de aquel avanzado otoño sus padres le encomendaron la tarea de llevar un costal de cebada al molino de Almendra. En Valdeperdices, hasta finales de la década de los años 60 o comienzos de la de los 70, no había habido nunca molino.
Para el Fortu adolescente aquella mañana su trabajo consistía en conducir la burra, valiéndose del ramal y caminando delante de ella. Lógicamente el costal de cebada iba colocado sobre el lomo de la caballería y bien atado a ella con una no muy gruesa maroma. No era ésa precisamente la forma más habitual que tenían en su familia de llevar el grano al molino. Lo que solían hacer cuando necesitaban harina, de cebada para los marranos o de algarrobas para las vacas, era llevar en el carro varios costales llenos de esas semillas.
El tió Fortu, a sus casi 90 años, ya no podía recordar por qué en aquella ocasión no se hizo como de costumbre.
"El caso fue, se dijo a sí mismo el tió Fortu, que aquella mañana de aquel avanzado y lluvioso día de otoño salí de Valdeperdices conduciendo la burra, que iba cargada con un costal de cebada, un costal de los de media carga, medida de “cogüelmo". Antes de salir de casa mi padre y mi madre me habían dado todos los consejos que consideraron oportunos y me habían avisado de todos los contratiempos que se me podían presentar en el recorrido, tanto a la ida como a la vuelta. Yo procuré seguir al pie de la letra todos esos consejos.
A la ida no surgió ningún inconveniente y todo se desarrolló según lo previsto. Sin embargo, al regreso "no fue así la cosa". Nada más salir de Almendra y comenzar a subir la cuesta que allí había entonces, nada más dejar atrás la fuente, el costal, seguramente porque no lo habíamos sujetado bien al cuerpo de la burra, comenzó poco a poco recorrerse hacia atrás. Yo entonces temí que el costal pudiera caerse por la parte trasera del cuerpo de la burra. Lo único que se me ocurrió entonces para evitar que eso sucediera, fue detener la caballería en su caminar y ponerla mirando hacia Almendra.
— ¿Qué te ocurre, majo?
Eso fue en lo que oí decir a un hombre de nuestro pueblo vecino, que estaba allí cerca en una cortina, haciendo no recuerdo qué. Al parecer él me había visto desde donde estaba y se había percatado de que yo tenía problemas.
— Que se me va el costal para atrás — respondí yo.
— Espera, que voy y te ayudo.
Y aquel hombre de Almendra, al que yo no conocía de nada y que después nunca supe quién había sido, hizo todo lo que era preciso para soltar las cuerdas, colocar adecuadamente el costal sobre la burra, para terminar sujetándolo fuertemente con la ayuda de la delgada maroma. Le di las gracias y continué mi camino.
Al llegar a Las Estudas y sin que yo supiera la causa, la burra se espantó de algo. Al hacerlo se salió del camino y fue a parar a un gran charco de agua y lodo. Enseguida me di cuenta de que "la cosa se ponía fea". Tiré fuertemente del ramal en un intento por hacer que la burra volviera al camino. Muy pronto me di cuenta de que el animal lo estaba intentando; sin embargo, no lo conseguía. Sus cuatro patas se habían hundido tanto en el charco embarrado que le era imposible sacarlas.
Yo entonces me puse muy nervioso porque no se me ocurría nada para poder hacer que la caballería saliera de aquel atolladero. Lo único, y eso lo repetía una y otra vez, era tirar del ramal para ver si ella hacía un esfuerzo mayor y conseguía por sí sola salir de allí.
Pasaban los minutos y el animal, cansado de intentarlo, desistió de su empeño. Entonces yo comencé a mirar a mi alrededor, tratando de ver a alguien que me pudiera ayudar, igual que antes lo había hecho el hombre del vecino pueblo de Almendra. Pero por allí no había ni un alma.  Pensé entonces que no tenía otra solución que ir al pueblo en busca de ayuda. Pero también consideraba que era muy arriesgado dejar allí sola la burra, aunque no supiera muy bien por qué.
En esas estaba cuando vi asomar por la Raya de Almendra a un muchacho de Valdeperdices, de mi misma edad, que venía caminando hacia mí. Ya antes de llegar a donde yo estaba, comenzó a reírse "a mandíbula batiente" por lo que me había ocurrido. Después, cuando llegó, y una vez que ya se había dado por satisfecho con lo de la risa, decidió que había que hacer algo. Lo malo fue que ese algo, tampoco él sabía en qué consistía. Finalmente tomamos la decisión de que él fuera al pueblo a pedir ayuda, mientras yo me quedaba cuidando de la burra y en especial de que no se echara en el charco, lo que habría hecho que el costal y la harina  se empaparan de agua.
Hasta que llegó un grupo de hombres para ayudar, lo pasé muy mal. La burra, cansada de estar en aquella situación, daba muestras de dejarse vencer y de querer tumbarse sobre el agua y el lodo. Yo tenía que estar constantemente tirando del ramal para que eso no ocurriera. Los segundos se me hacían minutos y los minutos horas en aquella espera que a mí me parecía interminable, a pesar de que, dada la escasa distancia de aquel lugar al pueblo, en realidad no sería demasiada.
La aproximadamente media docena de hombres, entre los que se encontraban mi hermano mayor, llegaron pertrechados con palas. Con ellas y en menos que canta un gallo retiraron el agua y el lodo que aprisionaban las patas de la burra. A continuación ella, sin ningún otro tipo de ayuda, salió de allí.”

Cuando el Tió Fortu terminó de hacer este recuerdo y antes de que su mente pudiera llevarlo a algún otro episodio acontecido en el Camino Almedra, se le acercaron varias mujeres que, procedentes del pueblo vecino, venían de hacer su diario paseo, necesario para mejorar su estado de salud, por prescripción médica. Animado por ellas y acompañándolas, regresó al pueblo.

RECUERDOS DEL TIO FORTU   5 
         
Aquella tarde de diciembre, nada más terminar de comer, el tió Fortu salió de su casa... "como alma que lleva el diablo". Cómo le habría gustado a él entonces, a sus casi 90 años, “haber dispuesto de las piernas” de cuando tenía 12 años, para haber salido corriendo, saltando y brincando "a tometer". Pero ya a su edad, “aunque no me puedo quejar”, sus piernas ya no eran lo que habían sido y, aunque todavía podría ser la envidia de sus vecinos de la misma edad, porque podía permitirse el lujo de dar paseos... de saltar y de correr… ya nada de nada.
Si el tió Fortu aquella tarde salió de su casa como salió, fue debido a que durante casi una semana el cielo se había puesto "emberronao” y no había hecho otra cosa que llover y llover, aunque no hubiera caído mucha agua. Pero aquel día, a media mañana, todo había comenzado a cambiar. Ya a mediodía habían terminado de desaparecer las nubes y lucía un radiante sol. El tió Fortu decidió que debía aprovechar la ocasión para estirar las piernas y para disfrutar de aquella buena tarde, poco habitual, según él, en esa época del año.
Y decidió dar un paseo, caminando por el Camino Muelas. Al hacerlo, tenía temores y esperanzas. Temores, porque con frecuencia el mencionado camino tenía piedrecitas sueltas de canto rodado que las ovejas levantaban al caminar por él. Eso era bastante molesto para los pies. La esperanza de que eso no ocurriera estaba basada en que aquella misma mañana desde su casa había visto cómo pasaban por ese camino dos tractores. Consideraba el tió Fortu que en esa ocasión, al estar el suelo algo húmedo, las piedrecitas estarían aplastadas y hundidas dentro de la tierra, por el peso de las ruedas de los tractores.
Después resultó que sus esperanzas se cumplieron y que pudo caminar sin problema alguno por ese camino denominado por los valdeperdiceños como “carretera de concentración parcelaria”.
Al salir del pueblo por esa zona y ver las edificaciones semiabandonadas de la derecha del camino, recordó que en algún tiempo todo aquello habían sido eras privadas. Y pasaron por su mente las imágenes de Ventura el de Juliana, de Florentino el de Laurentina y  de Felipe el de María Inés (el también conocido como Felipote).
Ya subiendo la cuesta, recordó que en aquel lugar durante bastantes años había habido pajeras, como también las había habido en otros lugares como el Ejido y Tesorredondo. Las pajeras no eran otra cosa que montones de paja de trigo o de cebada que hacían los valdeperdiceños con la que no les cabía en sus pajares. Esa paja solía ser la primera que se utilizaba, antes de que fuera deteriorada por la lluvia. Se usaba preferentemente para la lumbre y para que sirviera como camas para los animales. Alguna de ella terminaba convirtiéndose el estiércol.
Y sin que el tió Fortu lo pretendiera le llegaron las imágenes de Antonio el de Alejandra (el también denominado por muchos como el tío Antoñete). En esas imágenes Antonio el de Alejandra se le presentaba cazando pardales con pajareras en las pajeras de Tesorredondo, por donde ahora vive Serafín el de Eleuteria. Y el tió Fortu se sonrió pensando qué opinarían de esto algunos de los llamados por él mismo como ecologistas domingueros. Seguramente se rasgaría las vestiduras por el hecho de que, según su criterio, fuera una crueldad innecesaria matar a los pajarillos de ese modo.. El tió Fortu consideraba, sin embargo, que aquello que hacía Antonio el de Alejandra, y que hacían muchos de sus convecinos en Valdeperdices años atrás, no suponía daño alguno a la naturaleza, como había quedado bien demostrado, dado que aquello jamás causó ningún tipo de extinción para los animales víctimas de ese tipo de caza. Otras serían después las causas (insecticidas, herbicidas, desmontes que eliminaban lugar de refugio o de nidificación) las que después, con el paso de los años, habían ocasionado grandes daños a animales y plantas, muchas veces ya irreversibles.
Una vez pasó la zona en la que en su día había habido pajeras, el tió Fortu se limitó a caminar y a disfrutar con la vista de lo que había a su alrededor. De vez en cuando se detenía para mirar hacia todos los lados. No era mal observatorio aquel. Cierto que podría haber visto más cosas si se hubiera llegado hasta el Cerro las Cumbres, pero lo que se veía desde el Camino Muelas tampoco estaba nada mal.
Desde allí pudo contemplar los grandes molinos, como enormes gigantes de tres brazos y ojos relucientes de cíclope, instalados por alguna compañía eléctrica en la zona de El Sierro y también en cerros cercanos a Villaflor. Desde allí podía ver también, medio confundidos en color con el cielo, los cerros situados al otro lado del embalse. De modo muy parecido, los jarales de Las Fuentes. A su izquierda y más cercanas se veían zonas de El Seis y de El Siete, El Montico , Las Coronas y El Valle.
Eso fue haciendo hasta llegar a "La Senara la Iglesia". Y entonces recordó que poco después de pasar el bacillar de Benjamín el de Florencia, y a la derecha del camino, había una tierra que era propiedad de la Iglesia y que ésta durante bastantes años la tuvo arrendada a un agricultor de Almendra. Recordó también que, aunque él eso ya no lo conoció, oyó alguna vez decir que, cuando allá por 1923 se compró a Dª. Victoriana Villachica las tierras de El Término, había habido cierto enfrentamiento entre los vecinos de Valdeperdices con el cura, que por entonces era don Santiago Sastre. Todo, porque los vecinos del pueblo no querían que la Iglesia, como institución, participara en la compra de aquellas tierras, como si de un vecino más se tratara. Según los que le habían contado eso al entonces joven Fortu, en aquella ocasión la Iglesia "se había salido con la suya" y había adquirido un trozo de terreno que después sirvió para que a ese lugar se le conociera como "Senara de la Iglesia". Y entonces a la mente del tió Fortu llegaron las imágenes de otras propiedades de la Iglesia en Valdeperdices que él ya había conocido bien. Eran: la casa del cura y dos cortinas. La primera de ellas el tió Fortu nunca la conoció habitada por ningún sacerdote, que en aquellos años ya vivía en Almendra; sí, en cambio, habitada por otras personas a las que el cura se la arrendaba. De las cortinas una era aneja a la vivienda. La otra estaba situada a la salida del pueblo y durante muchos años la cultivó, arrendada, Manolo, el conocido como Roquito.
Antes de llegar a las Eras del Campo, el tió Fortu giró a la izquierda, para regresar al pueblo por lo que había sido la cañada de La Majada y que ahora es una carretera de concentración parcelaria, que no hace muchos años fue asfaltada.
Antes de llegar a Valdelamor se paró unos minutos, para descansar y, como tantas veces, para recordar hechos que a él le habían acontecido allí, siendo niño o adolescente. En esta ocasión fueron dos los hechos recordados. Los dos tenían que ver con las ovejas.
El primero de ellos había acontecido en una fría mañana de invierno, seguramente en los días de Navidad. El tió Fortu dedujo que debería de haber sido por esas fechas, porque de lo contrario él  a aquella hora debería haber estado en la escuela. Lo que recordaba el tió Fortu era que aquella mañana su madre, por deseo de su padre, le había mandado que fuera a La Majada a cambiar el corral de las cancinas. Debe decirse que no era nada habitual que en aquella época del año esos animales pernoctaran a la intemperie. Lo habitual era que pasaran la noche en las tenadas. Sin embargo, en aquella ocasión los padres del muchacho Fortu tenían una "punta de cancinas" a las que dejaban pernoctando en una tierra de las que "iban a dar a la cañada de La Majada". Seguramente eso sería debido a que no les cabrían en las tenadas, ocupadas éstas por las ovejas de vientre, “emparejadas” o preñadas.
"El caso fue, recordaba ahora el tió Fortu a sus casi 90 años, que aquella mañana, cumpliendo lo ordenado por mis padres, fui caminando hasta el lugar donde estaba el corral de las cañizas. Lo que tenía que hacer, en teoría, no era nada demasiado complicado. Total, mover las cañizas, una a una, de un lado para otro, hasta formar con ellas un nuevo recinto de forma cuadrada en un lugar nuevo y contiguo al anterior. Pero claro, la teoría era una cosa y la práctica otra. Para empezar, a mí entonces "no me acompañaban las fuerzas" y tenía serias dificultades para "cargar con una cañiza" y no digamos nada para cargar a la vez con una cañiza y con el tajo correspondiente, como hacían los mayores. Yo tenía entonces asumido que debía llevar primero el tajo, para después ir a buscar la cañiza, que colocaría en el tajo y que finalmente sujetaría a la anterior, juntándolas por las pernillas, valiéndome para ello de una corra de alambre.
Con muchas dificultades y esfuerzo, porque el peso de las cañizas era demasiado para mis escasas fuerzas, fui llevando y colocando en el lugar correspondiente algunas cañizas y algunos tajos. Pero enseguida me comenzó a ocurrir algo con lo que yo antes no había contado. Las manos se me comenzaron a entumecer y a quedar insensibles. No era nada extraño que eso ocurriera. Hacía un frío que pelaba. Además las tablas de las cañizas estaban cubiertas de una fina capa de hielo. Tuve que abandonar el trabajo momentáneamente. Debía hacer que las manos recobraran la sensibilidad. Para ello las metía bajo la ropa del pecho y las flotaba sobre mi cuerpo y también entre ellas. Cuando conseguía que estuvieran de nuevo disponibles, volvía al trabajo que cada vez se me hacía más difícil. Y así una y otra vez, porque, con sólo llevar una cañiza o un tajo, las manos volvían a las andadas de quedarse insensibles. Finalmente, cuando me quedaban sólo dos cañizas y sus correspondientes tajos por colocar, tuve que renunciar a terminar el trabajo. ¿Después? Seguramente volvería por la tarde a completarlo. También recuerdo que como consecuencia de aquello en los días siguientes mis dedos lucieron unos buenos sabañones que picaban de lo lindo".
Lo del cambio del corral de las cañizas que el tió Fortu, ahora a sus casi 90 años, recordaba, había acontecido en una tierra situada al lado izquierdo de la Majada, viniendo de las Eras del Campo. Aquella tarde el anciano recordó también que del lado de la derecha, y seguramente el mismo año, sólo que ya cerca del verano, le había acontecido algo que para el niño o adolescente Fortu había tenido consecuencias bastante desagradables.
"En aquella ocasión, continuó recordando el tió Fortu, yo andaba de ayuda con mi padre. No recuerdo muy bien, maldita sea esta niebla que se me pone delante, si eso era así porque yo entonces ya había dejado de ir a la escuela por la edad, o porque mi padre me había "sacado de ir a la escuela", porque me necesitaba para que le ayudara en el cuidado de las ovejas. El caso fue que un día, por la razón que fuera, mi padre hubo de ausentarse y me dejó a mí solo con el ganado en las Eras del Campo. Según él, lo único que debía hacer  yo aquella mañana era estar un poco más con las ovejas en aquellas eras donde "no había nada que cuidar". Después, cuando yo notara que se querían amarizar, debería llevarlas por la Majada hasta el pueblo, para que sestearan en las tenadas.
Después y en principio todo fue bien. Lo malo fue que ya cerca de Valdelamor el perro se me largó con una perra "que andaba a perros". Y entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir, que las ovejas, al no disponer yo de perro, se me envalentonaron y “se me apoderaron”. No pude impedir que se metieran en un melonar de los que había al lado derecho de la cañada. Las plantas de sandía y de melón eran entonces pequeñas y a las ovejas les costó poco arrancar prácticamente todas. El melonar quedó completamente inservible. Recuerdo que mis padres tuvieron que abonar los daños".
Tratando de recordar, sin conseguirlo, qué le habían hecho a él sus padres por lo que éstos consideraban como un descuido del muchacho, el tió Fortu continuó su paseo hacia el pueblo, bajando por Valdelamor.

            (Patrocinio Berrocal)

RECUERDOS DE EL TIÓ FORTU — SEIS

Era un día de enero, ya pasados los Reyes. Sin que el tió Fortu acertara a saber la causa, ese día, en lo relacionado con la temperatura, "había salido" mucho mejor de lo que en principio se podría esperar, dadas las fechas. "De éstos, pocos en esta época del año", pensó él. Como "había que aprovechar", el tió Fortu decidió salir a dar un paseo, nada más haber terminado de comer. En esta ocasión lo hizo por el antiguo Camino Zamora, por el lugar que los valdeperdiceños llaman las “sorretinas”.
Dejó a la derecha viviendas ya casi totalmente derruidas, las que habían sido del tío Andrés y de Asela. Se le hizo un nudo en el estómago, al pensar que no mucho después de que el "estirara la pata", algo parecido ocurriría con su propia vivienda.
A la izquierda quedaban algunas de las solanas de la zona alta del Piñedo. Seguramente aquella tarde "allí arriba se estaría de puta madre", siguió pensando. Él ya, a sus casi 90 años, no se sentía con fuerzas para subir allí. Además aquella tarde, aunque hubiera sido capaz, tampoco lo habría hecho. Debía caminar todo lo que sus piernas se lo permitieran.
Al llegar al Camino Palacios tuvo la tentación de continuar por Traslacuesta, pero no se atrevió. Sabía que ese camino terminaba por cortarse al llegar a la huerta de Inocencia. Podría ocurrir que, una vez allí, no pudiera pasar sin riesgo de atollarse. No era difícil que eso pudiera ocurrir, debido a que en los días anteriores había llovido bastante.
Así pues, optó por subir por el Camino Palacios, ahora ya asfaltado. Cuando llegara arriba, pensó, giraría a la derecha, para continuar por los Llanos hacía la Cañada de las Merinas. Una vez allí, regresaría por la Peña.
Así lo hizo. Una vez en el pequeño promontorio rocoso, dejó el camino de Concentración Parcelaria y se puso del otro lado, donde daba el sol de plano. Sí señor, pensó, buena solana era aquella. Y allí fue donde decidió sentarse a descansar, a calentarse al sol y a dejar que sus pensamientos no llevaran a donde quisieran.
El hecho de saber que frente a él, a la derecha del Montico, estaban las naves de ganado de Atanasito y de David, le hizo pensar en la gran diferencia existente en la manera de cuidar del ganado "de antes y de ahora".
Eso hizo que sus pensamientos retrocedieran bastantes décadas. Y así se vio a sí mismo, siendo todavía un adolescente, "un muchacho" decía él, yendo "de ayuda" con su padre.
No muy lejos de allí en cierta ocasión el tío Severiano, su padre, y él estaban cuidando del ganado de ovejas de su propiedad. Había sido una primavera muy seca. No había llovido prácticamente nada. Eso había hecho que hubiera muy poca hierba para los animales. Los pastores se veían obligados a introducir el ganado en lugares de difícil acceso o de dimensiones  reducidas, donde poder encontrar algunas matas de hierba, para que comieran las ovejas. Una tarde en que éstas no hacían otra cosa que "berriar”, pidiendo la comida que no tenían, su padre decidió meterlas en una estrecha finca, rodeada ésta por otras cultivadas con algarrobas. En esa estrecha tierra sí había hierba, aunque no fuera mucha. Eso era así porque no era nada fácil acceder a ella; había que hacerlo por un estrecho camino a cuyos lados había también fincas cultivadas.
Llevándolas “acordonadas” y casi corriendo, padre e hijo, con la ayuda de los perros, hicieron que las ovejas recorrieran en pocos segundos el camino que llevaba a aquella tierra que tenía algo de pasto.
En los primeros minutos las ovejas se entretuvieron en comer la no mucha hierba que allí había. Pero ocurrió que, una vez que se acabó la hierba existente, las “mecas” continuaban teniendo hambre, por lo que comenzaron a  quererse introducir en las tierras cultivadas, para saciar su hambre con las plantas de algarrobas, cuyas vainas en aquellos días ya estaban granadas.
Con la “cacha”, a pedradas, a terronazos y con la ayuda de Rubio, el perro, Fortu trataba de impedir que las ovejas entraran a comerse las algarrobas. El perro mostraba intenciones claras de no querer conformarse con ladridos para mantener a raya a las ovejas en su intento por entrar a comer en el sembrado. Fortu en ese sentido debía frenar al perro en su intento por morder, pues sabía que el perro “tenía dinamita en los dientes”. Oveja a la que mordía Rubio, o quedaba malherida o moría. Todos decían que aquel perro era demasiado fuerte y que además mordía en muy malos sitios.
En un momento dado las ovejas "quisieron apoderarse" y un grupo bastante numeroso de ellas entró en la zona de las algarrobas. Entonces Fortu ya no se aguantó más y mandó al perro que atacara. Y eso fue lo que éste hizo rápidamente y  del modo en el que lo solía hacer; es decir, a lo bestia.
Tras morder Rubio a varias ovejas que, asustadas, salieron huyendo del sembrado, el perro se lanzó en un nuevo ataque contra la única oveja que en aquellos momentos quedaba comiendo en la finca de las algarrobas. La mordió en el pescuezo y la dejó muy malherida.
En algunas ocasiones las ovejas que eran mordidas por los perros en las gorjas, se desangraban y morían, pasados no muchos minutos. Sin embargo, en aquella ocasión no hubo demasiado derramamiento de sangre y la oveja, aunque debilitada, siguió al rebaño durante todo el día.
A la mañana siguiente, al llegar al corral de las cañizas, Fortu y su padre la encontraron muerta. Después alguien les dijo que a la oveja se le habría infectado la herida, se habría inflamado el pescuezo y eso le habría oprimido la garganta hasta no dejarle respirar.
Su padre en aquella ocasión se tuvo que conformar con despellejarla. Si hizo eso, fue porque en aquellos años la piel de las ovejas "valía un dinero". La carne sin embargo, la dejó allí para que se la comiera los buitres; ya olía mal.
Eso de que  las pieles de las ovejas en aquellos años “valieran un dinero” trajo a la memoria del tió Fortu las imágenes de los pellejeros, anunciándose por las calles del pueblo, llevando a sus hombros o a sus espaldas las pieles ya adquiridas.
Y de esas escenas recordó dos en especial. Durante aproximadamente media docena de años dos de los pellejeros que solían ir por Valdeperdices, eran hermanos y, por lo que fuera, "no se llevaban bien".
En una ocasión el tió Fortu, entonces ya adulto, presenció cómo uno de los dos hermanos insultaba de muy malas maneras al otro, que se limitó a abandonar el lugar y el pueblo, dejando lo de la compra de las pieles para mejor ocasión.
No pasados muchos días, volvió por el pueblo aquel de los dos hermanos que en la ocasión anterior había sido insultado. Y entonces varios valdeperdiceños lo animaban a que contara los motivos de desavenencia con su hermano; le tiraban de la lengua y lo "encismaban", para que hablara mal del otro. No consiguieron que "soltará prenda". Como quiera que los valdeperdiceños mostraran su extrañeza por ello, el pellejero se limitó a decir: yo nunca hablaré mal de mi hermano; quien eso hace, habla mal de sí mismo, porque sabido es que por mucho que salte la astilla, nunca llegará muy lejos del madero.
No había terminado de recordar lo relacionado con los hermanos pellejeros cuando, sin él saber la causa, el tió Fortu notó que llamaba a la puerta de sus recuerdos el Tió Procopio el pastor.
El Tió Procopio era ya un anciano cuando el tió Fortu era sólo un muchacho de unos 14 años. Ahora el tió Fortu, a sus casi 90 años, se sonreía al pensar que en aquellos años se consideraba ya como un anciano muy anciano a alguien que no tenía más de 60 años. Y pensaba también que eso ahora habría sido diferente.
Pues bien, el Tió Procopio a sus 60 años ya no trabajaba de forma continuada en su profesión. Antes sí. Se solía ajustar con algún "amo", propietario de algún rebaño de ovejas, durante todo un año, de San Pedro a San Pedro. Pero ya hacía dos años que había comenzado a tener problemas de salud. En el mal tiempo "cogía unos catarros que pa qué". Eso hacía que sólo aceptara algunos trabajos por cortos períodos de tiempo, generalmente en los meses del año en los que hacía más calor.
Y así fue como unos días después de lo de la oveja “agorjada” por el Rubio, la madre del muchacho Fortu ajustó al Tió Procopio como pastor por unos días, debido a que su marido "andaba macanche", porque en el pueblo había algo de “andacio”. Así fue como durante aproximadamente una semana el Tió Procopio, con la inestimable ayuda de Fortu, cuidó del rebaño de ovejas del tío Severiano, el padre del muchacho.
El Tió Procopio tenía fama de haber sido un muy buen pastor, al que todos los amos querían para que cuidara sus ovejas y que, en consecuencia, siempre había sido uno de los que más cobraban por su trabajo, a pesar de que eso también siempre había sido bien poco.
Lo único que se le solía objetar al Tió Procopio era que en algunas ocasiones muy excepcionales, de gran escasez de pasto, era demasiado atrevido para meter a pastar a las ovejas en lugares no debidos, por prohibidos. Eso hacía que después, en el caso de que eso fuera descubierto, los dueños del ganado tuvieran que pagar la correspondiente sanción económica.
En esa semana en la que el Tió Procopio el pastor actuó como tal para el tió Severiano, el padre de Fortu, una noche, cuando pastor  y zagal intentaban meter las ovejas en el corral de las  cañizas para que pernoctaran, las reses se negaban a obedecer las órdenes. Esto fue interpretado por el Tió Procopio como una clara muestra de que los animales no querían encerrarse, debido a que tenían hambre. Fue entonces cuando el pastor le dijo al zagal:
— No podemos encerrar las ovejas así.
— ¿Así, cómo?
— Sin haber comido lo imprescindible.
— ¿Y qué podemos hacer?
— Meterlas donde sea, para que coman.
— ¿Y si nos pillan?
— Es un riesgo que tenemos que correr.
En aquellos años los valdeperdiceños durante cierto tiempo mantenían acotadas al pastoreo algunas zonas comunales, así como aquellas fincas privadas que, estando en la hoja de los sembrados, no se hubieran cultivado. Todo ello se conocía como los "labraos".
El Tió Procopio sabía que no muy lejos del lugar donde iban a encerrar las ovejas había un “labrao”. Era una finca particular no sembrada ese año, situada entre otras tres cultivadas y un camino. A criterio de el Tió Procopio la finca en cuestión no tenía un demasiado difícil acceso para el rebaño. Al no haber sido pastoreada, en aquellos días tenía "muy buena comida", principalmente “alverjacas y reventón” con las vainas ya granadas.
Dicho lo dicho, el Tió Procopio obligó a las ovejas para que entrara en el corral. Fortu no entendía nada. Si el Tió Procopio había dicho que iban a llevar las ovejas a comer la hierba del labrao, ¿para qué las metía en el corral?
El Tió Procopio lo hacía para allí dentro poder hacer algo que él consideraba necesario. Eso era quitar a media docena de ovejas las cencerras que llevaban en sus pescuezos. Era una medida necesaria para no hacer demasiado ruido y así poder cometer la infracción sin ser descubiertos.
“Descencerradas” las ovejas y haciendo el menor ruido posible, se encaminaron al “labrao”.
Tal como el tió Procopio pensaba y decía, no le fue demasiado difícil a pastor y zagal, lógicamente con la inestimable ayuda de los perros, hacer que las ovejas llegaran al lugar de destino. Una vez allí, las “mecas” se dieron buena prisa en llenar la panza con aquellas tan nutritivas hierbas.
Cuando el tió Procopio consideró que por aquella noche las ovejas ya habían tenido tiempo suficiente para satisfacer su hambre, decidió dar por terminada la excursión nocturna por lo prohibido. En consecuencia, comenzó a hacer lo necesario para abandonar el lugar. Fue entonces cuando, sin saber de dónde había salido, hizo acto de presencia el guarda.
- ¡Qué, tió Procopio!¿Haciendo de las suyas?
  El tió Fortu, a sus casi noventa años, ya no recordaba el nombre de aquel guarda. Sí, que en aquellos años los valdeperdiceños todos los años ajustaban  un guarda para que cuidara los sembrados y los pastos acotados. También recordaba que a aquellos a los que el guarda sorprendía cometiendo una infracción, tenían que pagar una multa.
  Del guarda que los sorprendió aquella noche el Tió Fortu recordaba que era un mozo que no era natural de Valdeperdices y que procedía de un pueblo no muy distante y situado al otro lado del río Esla.
 También recordaba el tió Fortu que, según le había dicho su padre, “la broma de la entrada en el labrao le había salido basta



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RECUERDOS DEL TÍO FORTU - 7

 Era un domingo de primeros de marzo. Antes había habido bastantes días en los que el tiempo había estado "emberronado", con sacudidas de lluvia, frío y viento.
Era lo que “los del tiempo” en televisión habían denominado como una ciclogénesis explosiva. Menos mal, decía el tío Fortu, que ya había “escampao”. Quiso aprovechar la buena mañana de este domingo de marzo para "darse una vuelta hasta el río". Le habían dicho que "estaba bastante alto". No como antiguamente que, cuando se ponía a su máximo nivel, llegaba hasta las casas del pueblo. En esta ocasión quiso comprobarlo por sí mismo. Cruzó casi toda la localidad y no vio a nadie por las calles. Sólo se oía el silencio. Un silencio que, por ser tan intenso, casi se hacía molesto.
Al llegar a la plazuela de "delante de la casa que fue de Vicente el de Clara”, miró a la derecha y vio el triste espectáculo que presenta ahora aquello que antes fueron los huertos. Lo que en tiempos fue una bella arboleda de negrillos, ahora no es otra cosa que un amasijo entremezclado de arbustos enmarañados, de los que destacan garzas y tacales  (saúcos)  y de los que sobresalen, cual brazos esqueléticos, como pidiendo ayuda al cielo, las ramas secas y putrefactas de los últimos negrillos que se atrevieron a enfrentarse a la inmisericorde grafiosis.
Ya llegando a la calle Gadaña, cuyo rótulo vio en la pared de las tenadas de "Manolo el de Upe", escuchó el canto no demasiado armonioso de aves. El tío Fortu conocía bien ese canto. Le recordaba en algo al de las abubillas y también al de los cucos. Pero tenía otros matices. Él sabía que ese canto que procedía de los huertos lo emitían unas palomas, ¿o son tórtolas?, que en los últimos años se han extendido como la pólvora y a las que todo el mundo denominada como las turcas. Pensando en esto estaba, mientras continuaba su paseo. Fue entonces sorprendido por los estridentes ladridos de los que, según él, eran los “perruchos de Roquito”.
Los pequeños perros de caza ladraban amenazantes desde los cobertizos en los que los tiene encerrados su dueño, a la vez molestos por la presencia detectada de humanos, y también seguros de sí mismo por la protección que para ellos suponen los cobertizos. El tío Fortu no pudo menos que sonreír al pensar que esos perruchos, en esos momentos tan desafiantes y seguros de sí mismo por la protección que tenían, seguramente, de estar fuera, en la calle, saldrían huyendo como alma que lleva el diablo a la menor amenaza que se les hiciera.
Nada más haber dejado atrás lo que en su día fue la vivienda de Benito y de Atilana, los canes se callaron. Volvió de nuevo el silencio. Algunos minutos después casi se alegró de oír un leve murmullo del que al principio desconocía su procedencia. Después lo identificó como el ruido que hacía el agua del arroyo al caer, en forma de pequeña cascada, en la represa artificial hecha años atrás frente a la cortina de Segismundo. Poco después el tío Fortu llegó a lo que había sido la cortina de Victoriano. Y entonces los recuerdos llegaron a su mente de forma atropellada, en grupo, y empujándose unos a otros. El tío Fortu trató de calmarlos y de ponerlos en orden. Recordó en primer lugar que tiempo atrás el agua del embalse casi llenaba la cortina. Algunas veces, por portillos hechos en la pared de piedra de pizarra, se metían los peces. Él recordaba especialmente  las carpas. Y recordó que en más de una ocasión, cuando bajaba bruscamente el nivel de las aguas, algunas carpas quedaban allí atrapadas, lo que suponía una gran alegría para aquellos que, no sin esfuerzo, se disponían a atraparlas. No tuvo el tió Fortu nada más que levantar la vista y mirar hacia el otro lado del arroyo para reconocer que eso mismo ocurría a veces del otro lado, en las cortinas de Aureliano y de Benjamín el Rodero. Y una vez más el tío Fortu volvió a recordar con esto de “El Rodero” que qué ganas tenían los de nuestros pueblos vecinos con eso de poner motes. Y al recuerdo del tío Fortu llegaron los motes con los que también habían llegado muchos de los que, procedentes de Almendra, Palacios o Andavías, se habían casado en Valdeperdices: Benjamín el Rodero, Ángel el Torda, Juan el Reculo, Pepe el Miguelatos, Alejandro el Putica, Francisco el Chato….
El tío Fortu recordó también a todas las mujeres ( niñas y ancianas) que a ese lugar iban a lavar. Y las recordó especialmente en invierno, con el agua fría y las manos rojas. Algunas veces ellas debían romper el hielo antes de poder comenzar a lavar. Y a la mente del tió Fortu llegaron las banquillas, los lavaderos, los panales de jabón…
Recordó que una vez, siendo adolescente, corriendo por encima de la pared, había perdido el equilibrio y había caído al agua. Ésta, como era invierno, estaba muy fría. Riesgo no hubo ninguno porque la profundidad era escasa y el agua sólo le llegó hasta la rodilla. Eso sí, tuvo que soportar la risa y la burla de sus amigos. Todo terminó con una rápida carrera hasta su casa para cambiarse lo que se había mojado, que había sido casi todo.
Quiso acercarse a Tralpiñedo. Antes de llegar, las junqueras le hicieron recordar que aquel trozo de prado, al igual que la explanada próxima a Tralpiñedo, habían sido escenario de las capturas, ya entonces ilegales, de las carpas que "andaban al celo", a las que mataban algunos valdeperdiceños a golpe de guinchas o purrideras. Eran principalmente carpas casi negras, o casi blancas, parduscas, jardas, o coloradas. Recordó también que a veces los  que capturaban carpas de esa guisa eran a su vez capturados por los guardias o guardiñas, que los sancionaban con importantes multas. Y recordó también que, para evitar esto, muchas veces los valdeperdiceños pescadores habían de salir huyendo, "pies para qué os quiero", por Tralpiñedo, el Cajastro o las Estudas.
 Echó una ojeada al regato, antes completamente limpio, y ahora ocupado por agavanceras, zarzales, algún tacal (saúco) y, en el centro, todo lleno de bayones. El estado de éstos, medio deshechos en sus extremos, le recordó animales pelechando.
Iba con la intención de cruzar al otro lado del arroyo. No se atrevió a hacerlo. Consideró que podía caerse en aquellas piedras, según él, poco bien colocadas. Al volver sobre sus pasos, fue sorprendido por un ruido, como un fuerte chapoteo. Lo había hecho un "gran pajarraco", como si se tratara de una polla de agua gigante. El tió Fortu no sabía que era un cormorán. Esos "pájarotes", pensó, "antes no andaban por aquí".
Ya antes de lo del ruido del cormorán, el silencio estaba roto por el ruido que en aquel lugar hacía el agua al caer desde las tuberías de los desagües del pueblo.
 Decidió continuar hacia El Cajastro. Fue entonces cuando se levantó algo de viento. El suficiente como para que el sonido de esa brisa al chocar sobre su rostro se mezclara con el que hacía el agua al caer desde los desagües al regato. Fue también entonces cuando, mirando a su izquierda, se percató del estado en el que se encontraba la cortina de Alejandro el Putica, aquella que ya hacía varias décadas había hecho Alejandro en lo que se consideraba como tierra de nadie. Ahora la maleza lo ocupaba todo. Miro al otro lado, hacia el regato; también estaba todo aquello lleno de zarzas y tacales. Pero eso no llamó su atención. Sí lo hizo en cambio un grupo de cardos, considerados por él como muy especiales, unas plantas que el tió Fortu nunca había sabido cómo se llaman. Son plantas que, una vez secas, presentan al final de su ramas unas bolas parecidas a un huevo de gallina y que tienen la particularidad de poseer infinidad de celdillas. El tió Fortu recordó que siendo niño, él y sus amigos utilizaban aquello a modo de hisopo, para jugar a mojarse unos a otros. También llegó a la mente del tió Fortu algo que le aconteció una vez en su niñez. Era un día festivo. Su grupo de amigos y él habían estado jugando a mojarse en la zona de Tesorredondo y en el Chapazal. Cansados del juego, descendieron por la orilla derecha del regato hasta llegar a El Plantío. Desde allí vieron que en una de las solanas altas de El Piñedo había un grupo de mozas endomingadas. Alguien lo sugirió y todos los demás estuvieron de acuerdo. Cargaron sus hisopos improvisados con la líquida munición en el regato y con la mayor cautela posible, para que el agua no se cayera, ascendieron el Piñedo por la zona del Camino Zamora. Una vez arriba, fueron a situarse por detrás y por arriba de la solanera en la que se encontraban las mozas endomingadas. A una señal antes convenida, todos sacudieron sus hisopos a la vez sobre los cuerpos de las mozas que, pasado el susto inicial, emprendieron una rápida carrera, tratando de pillar a los muchachos, para darles su merecido. Los chiquillos corrieron más que las mozas y escaparon huyendo hacia Tralpiñedo. Pero no todos. El niño Fortu tropezó poco después de haber comenzado la huida. Cayó mal y se torció un tobillo. Gritaba desesperado por el dolor. Así las cosas, llegaron las mozas. No se compadecieron ni de su caída ni de lo que ellas entendían como teatro, al quejarse Fortu. Tras darle su merecido en forma de pescozones y cachetes en el culo, lo dejaron donde se había caído, en la zona más alta de El Piñedo. El tió Fortu, a sus casi 90 años, recordaba también que después el niño Fortu había tenido que descender "de allí arriba" medio a la pata coja, dando un gran rodeo por la zona del Camino Palacios.
Tras esos recuerdos el tío Fortún no se pudo resistir a coger uno de aquellos “cardos”. Quería volver a experimentar cómo funcionaban como hisopos. Lo hizo nada más llegar al Cajastro y se alegró de que fuera todo tal como él lo recordaba. Otra cosa que también hizo el tió Fortu en esos momentos fue comprobar que el nivel de las aguas del embalse había descendido algo en relación a como había estado en días anteriores. Esto lo dedujo por ciertas marcas que de su situación anterior había dejado el agua.
Después decidió continuar hasta "Las Peñas". Se temía que, pasado el minúsculo regato del Cajastro, tuviera dificultades para continuar su camino por una zona en la que, cuando los inviernos venían muy “cargados”, solía estar empantanada. No fue así. A pesar de que en las junqueras el suelo estaba algo blando, no era lo suficiente como para obstaculizar el paso.
Continuó por el sendero. Le llamaron primeramente la atención unas minúsculas flores parecidas a margaritas y cuyo nombre él desconocía; como también desconocía el de otras que vio poco después y que en algo le recordaban a las "comemeriendas" que salían en las eras cuando ya "se estaban barriendo éstas", una vez que ya se había terminado de llevar la paja a los pajares o a las pajeras.
Siguió avanzando y en un momento dado se detuvo a observar una larga fila de hormigas que le recordaron las procesiones de cofrades de la capital de su provincia en la Semana Santa. La larga fila terminaba bajo una peña. Fue entonces cuando recordó algo de su niñez. Eso había ocurrido cerca del “Puente de los Tres Ojos”. Aquel verano la era de su padre estaba en la zona de La Fontana. Un día a la hora de la siesta el niño Fortu  salió "a dar una vuelta por ahí”. Ya cerca del puente le llamó la atención una hilera de hormigas de un tamaño poco habitual, por lo grandes que eran; también, por la facilidad con la que transportaban los “titos” de trigo y de cebada. Si mucho le sorprendió eso, no le sorprendió menos que en una hilera paralela a la formada  por esas hormigas, hicieran lo mismo otras de parecidas dimensiones, si bien de una coloración algo diferente. Esto sólo se apreciaba si uno era capaz de fijarse bien. El niño Fortu dedujo por ello que unas y otras hormigas debían de ser de familias y hormigueros diferentes. Y entonces él quiso confirmar algo que ya antes había oído. Para ello cogió una hormiga y la colocó en la hilera que no era la suya. Enseguida fue atacada por varias de sus adversarias, hasta que la mataron y se la llevaron como trofeo, en la misma dirección en la que llevaban las semillas de trigo y de cebada. Como le pareció una lucha desigual, cogió otro hormiga y la colocó en la hilera de sus adversarias, pero en este caso procurando que sólo fuera una la que se pudiera enfrentar a la “intrusa”. Una contra una, la pelea estuvo bastante igualada, pero finalmente la intrusa huyó en dirección al lugar donde estaban las de su hormiguero. Todavía el niño Fortún quiso saber más, por lo que repitió la escena , pero haciéndolo al revés. Lo continuó repitiendo varias veces, cambiando de intrusas y de escenario. El resultado se repetía; siempre la vencedora era la propietaria del hormiguero y la que huía era la intrusa. Y si Fortu no apartaba a las propietarias del hormiguero, éstas, en grupo, mataban a la forastera. Eso hizo que el niño Fortu confirmara dos frases que había oído muchas veces. Eran aquello de que la unión hace la fuerza y que cada gallo canta en su “muradal”.
Tras la observación del hormiguero continuó sólo unos metros más adelante. Se sentó un ratito sobre las piedras de "las Peñas", que estaban bastante cubiertas de musgo y de líquenes.
 Le extrañó que en todo el rato que estuvo allí en el agua del embalse "no saltó" ni un solo pez. Era como si allí no hubiera vida. Y pensaba él que antiguamente en un día soleado como aquel, se habrían visto saltar, saliendo fuera de la superficie el agua para caer enseguida, a multitud de peces, principalmente cartas. Él, que ahora a sus ya casi 90 años ya no sabía mucho de esas cosas,  estaba oyendo decir a los pescadores que ahora ya había otras clases de peces en el río, peces que alguien había echado, y que los nuevos se habían comido a los de antes.
 Regresó al pueblo por el mismo camino, y también con comparecidos resultados. No encontró a nadie en las calles. El silencio seguía haciéndose pesado y molesto. Sólo ya cuando iba llegando a su casa le sorprendieron unos maullidos quejumbrosos, similares a llantos de niños pequeños. Al tió Fortu eso no lo cogió por sorpresa. Sabía muy bien que, aunque algo tarde ya, algunas gatas todavía "andaban a gatos"; éstos se estarían peleando entre ellos por conseguir los favores de las hembras. Y entonces el tío Fortún recordó que durante muchos años, cuando llegaba el mes de febrero, había escuchado a sus mayores recitar una poesía o relación que decía más o menos así:

       FEBRERO  Y  LOS  GATOS.

Agitados y revueltos
este mes trae a los gatos
y en jardines de su amor
se convierten los tejados.

Ni que llueva, ni que nieve
ni que esté la noche helando,
el morrongo que se siente
de verdad enamorado,
a buscar a su morronga
lánzase por los tejados
y la llama con maullidos
que molestan demasiado.

También pasa algunas veces
que el morrongo está maullando
y con otro morronguito
la morronga pasa el rato.
¡Ay, qué escena tan terrible!
El morrongo que es burlado
al otro minino ataca
con mordiscos y arañazos.
Y enzarzados en la lucha
caense desde el tejado
sobre un grupo de comadres
que pasando están el rato,
contando cosas y “chismes”
de personas de aquel barrio.

¿De quién fue mayor el susto
del alboroto causado?
Eso sólo lo sabrán
las comadres y los gatos.

El tió Fortu continuó su camino hacia su casa donde ya “la parienta”  le estaba esperando para comer.


                   (Patrocinio Berrocal)


Comentarios

  1. Hola Jose: En recuerdos del tío Fortu 3 las letras no están sobre fondo blanco y no se leen bien. No sé cuál es el problema. No sé si es problema nuestro o del blog. ¿Sabes cómo solucionarlo?
    Un abrazo.

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